Comentario al Libro de los Salmos por W. S. Plumer -Salmo 1 al 35-

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Plumer, W. S.

SALMO 1

Observaciones doctrinales y prácticas

Siempre ha sido y siempre será verdad que, si los hombres quieren ser salvos, deben abandonar la mala compañía (v. 1). El que va con la multitud a hacer el mal, irá con la multitud a sufrir el castigo. «La compañía de los necios será destruida». El que persistentemente anda, está y se sienta con los impíos, yacerá con ellos en desesperada aflicción. Bishop Hall: «A menudo me he preguntado cómo pueden retener los peces su sabor dulce, a pesar de vivir en aguas saladas, cuando todas las cosas participan de la naturaleza del lugar donde habitan y de lo que está a su alrededor. Así ocurre con la mala compañía, porque, además de manchar nuestra reputación y hacer que piensen mal de nosotros, aunque seamos buenos, también nos inclina, insensatamente, al mal, y fomenta en nosotros, si no aprobación, sí menor desagrado de los pecados a que nuestros ojos y oídos están continuamente habituados. Por esta razón, por la gracia de Dios, siempre la evitaré. Puedo tener mala compañía, pero jamás tendré un compañero malvado».
Toda predicación y literatura que, sistemáticamente, no trace una marcada línea entre los amigos y los enemigos de Dios, no puede beneficiar mucho a las almas de los hombres. Entender las verdades de la palabra de Dios con sentido discriminatorio es sumamente bíblico. Eso aprendemos del salmo primero y de todos los escritores sagrados. Jamás se niegue ni se olvide la diferencia entre pecado y santidad, entre santos y pecadores. Solo la eternidad mostrará cuán grande es.
Los malvados, naturalmente, van de mal en peor. Primero, andan en malas sendas; después, están en camino de pecadores; finalmente, se sientan en silla de escarnecedores. Ruffin: «Andar en el consejo de los impíos es aprobar sus malvadas maquinaciones. Estar en camino de pecadores es perseverar en malas obras. Sentarse en asiento de escarnecedores es enseñar a otros el mal que uno mismo practica». Nadie se hace muy vil de repente. Hay crisis en las vidas de los malvados, pero la aproximación a ellas es gradual. Los inconversos están muy ciegos. El escarnecedor piensa que es muy filosófico, y libre de caprichos y prejuicios; pero es víctima de sus pasiones, siervo del pecado y esclavo del diablo. ¿Quién ha visto alguna vez a un infiel sincero? El escarnio es un viejo artificio para acallar la conciencia. Hengstenberg: «La burla religiosa es tan antigua como la caída». Cuídate de ella y de todo lo que conduce a ella. Cuando el hombre comienza a descender, no puede decirse en qué momento se detendrá. La gracia puede arrestarlo en cualquier momento de esta vida. La muerte puede terminar de repente su carrera terrenal. Dejado a sí mismo, su perdición eterna es segura. Ni aun el escarnio le alarma, pues cuanto más lejos va, más ciego está. Todo pecado endurece el corazón, aturde la conciencia y apaga la luz de la verdad.
Ningún hombre se piense a salvo porque otros que llevan una vida similar no se alarmen de su situación (v. 1). A menudo hay una tranquilidad particular justo antes del terremoto. Probablemente, el sol salió tan radiante la mañana de la destrucción de las ciudades de la llanura como siempre lo había hecho. Los impíos a nuestro alrededor pueden burlarse de los juicios amenazantes. Pero eso no les librará. Las mofas de los impíos manifiestan que la ira está a las puertas. «Ya de largo tiempo [su] condenación no se tarda, y su perdición no se duerme» (2 P. 2:3).
Es una gran cosa tener afecto por la religión y la verdad espiritual (v. 2). Deleitarse en las cosas divinas es tan necesario como ver su importancia o creer su realidad. Debemos amar, además de conocer. Si tenemos discernimiento espiritual, nuestros afectos serán conmovidos. Ningún hombre puede percibir realmente la belleza sin ser afectado por ella.
El que quiera ser verdaderamente bienaventurado, debe convertirse en estudiante de la Escritura. No hay sucedáneo para esto. La palabra de Dios puede hacer a los hombres sabios para salvación. Es viva y poderosa. Nada penetra igual el corazón del hombre. Para el hombre bueno, tiene autoridad. Aun los diablos conocen y, hasta cierto punto, sienten su poder (cf. Mt. 4:11).
Cualquier religión que deseche la ley de Dios es espuria. No es la religión del salmista (v. 2). No es la religión de Jesucristo (cf. Mt. 5:17-18). No es la religión de sus apóstoles (cf. Ro. 3:31). El antinomianismo es una de las peores formas del error. Hace a Cristo ministro de pecado.
No es de extrañar que quienes son verdaderamente piadosos crezcan en pureza. Sus pensamientos reposan en los temas más nobles. Meditan en la palabra de Dios (v. 2). Esto da una asombrosa elevación a sus caracteres. Y el Santificador bendice especialmente la verdad revelada para el bien espiritual de todos los santos. Por la fe tomamos posesión de las promesas, y Dios las cumple. Las grandes y gloriosas verdades son apropiadas para refinar nuestras naturalezas.
Aunque este es un mundo de maldad y sufrimiento, incluso aquí los justos tienen verdadera bienaventuranza (vv. 1, 3, 6). No es completa, como será tras la resurrección, ni perfecta, como será inmediatamente después de la muerte; pero es sólida, genuina y duradera. Es de Dios. Su confianza es en Él, que sabe dar gracias y consuelos en su justa medida y en el momento adecuado. Las circunstancias de los justos varían, pero su condición es estable. Los dones salvíficos de Dios son firmes. Con los santos, algo se ha establecido. Su paz ha sido asegurada por un pacto eterno. Sus principios son fortalecidos por la gracia divina. Son como el monte Sión, que no puede ser conmovido, sino que permanece para siempre. Clarke: «El asunto más trascendente del hombre es la situación en que estará después de que esta breve y transitoria vida haya acabado. Y, en la medida en que la eternidad es de mayor importancia que el tiempo, deberían los hombres interesarse por la base sobre la que descansan sus expectativas respecto a esa situación perdurable, y por las certezas en que se apoyan sus esperanzas o sus temores». Aun los malvados a menudo admiten que, para el mundo venidero, los justos han escogido la buena parte, la cual no les será quitada. En esta vida, a los justos pueden ocurrirles cosas difíciles de soportar. Cummings: «El hombre que ha nacido de nuevo y procura ser santo, como Dios es santo, es cual pobre ave cautiva en su jaula. La jaula no puede matar al ave, pero el ave tampoco puede liberarse de la jaula, sino que solo puede seguir esperando, perseverar, cantar, buscar y aguardar la hora de su libertad. Se acerca su perfecta emancipación en reinos más brillantes y días mejores».
Pero los que niegan que la piedad proporciona deleite aun en esta vida, son ignorantes de su naturaleza. Presenta los temas más gloriosos, inspira las esperanzas más bienaventuradas y proporciona las ocupaciones más elevadas. Nada en el servicio del pueblo de Dios es degradante. Enseña al alma a reposar en el seno de Dios. South: «El placer del hombre religioso es un placer cómodo y ligero, que se lleva en el seno sin llamar la atención de los ojos o despertar la envidia del mundo. El hombre que reduce todos sus placeres a este, es como el viajero que reduce todos sus bienes a una joya; el valor es el mismo, y el provecho mayor». Si alguien pregunta cuáles son las bases de las ventajas de los justos respecto a los impíos, es fácil mostrar algunas de ellas. En primer lugar, el justo tiene la verdad de su lado. Sus esperanzas y su causa no están basadas en la falsedad, el error, la mentira, el engaño, la ficción o la fantasía. La verdad sobrevivirá a todos sus oponentes, aunque por un tiempo pueda caer en las calles. De manera que el hombre sabio aceptaría el legítimo título de un acre de tierra antes que el título espurio de muchas hectáreas; preferiría ser acusado de asesinato, del que fuese inocente, antes que culpable de asesinato, del que no sospechasen. El verdadero derecho a un penique realmente vale más que el derecho ficticio a una libra. La razón es que, al final, la verdad, aun en esta vida, normalmente se manifiesta. En el mundo venidero, no puede ser ocultada. «Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a luz» (Mr. 4:22). «Los pecados de algunos hombres se hacen patentes antes que ellos vengan a juicio, mas a otros se les descubren después. Asimismo se hacen manifiestas las buenas obras; y las que son de otra manera, no pueden permanecer ocultas» (1 Ti. 5:24-25). Más aún, el justo está del lado del deber. Honestamente pretende y procura hacer lo que es justo, por ser justo y obligatorio. En general, aun aquí vemos que la fidelidad trae las mejores recompensas. El incumplimiento del deber a veces trae aparente comodidad y provecho. Pero ¿quién no preferiría la rectitud de José que la traición de Ahitofel? Cuando el señor está en un largo viaje, los siervos perezosos y desobedientes pueden pensar que sus hermanos fieles se preocupan sin necesidad; pero, en el día del juicio, tanto los santos como los pecadores verán que una vida empleada en el servicio de Dios acaba felizmente, mientras que una vida malvada solo conduce a la miseria. Además, el pueblo de Dios tiene la justicia de su lado, y existe la impresión general y bien fundada de que nada constituye un escudo más amplio para nadie que tener la razón de su lado. Y los santos saben que «Dios no es injusto para olvidar [su] obra y [su] trabajo de amor» (He. 6:10). A más de esto, Dios, con todos sus atributos, está del lado de los justos. Y, «si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Ro. 8:31). Esto es razonamiento inspirado. Es también claro y fácil para la comprensión de los simples. Pero no es todo. El justo considera sus mayores intereses. Antepone el alma al cuerpo, la eternidad al tiempo, y tiene razón. Si su alma es sustentada, recuerda que «no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt. 4:4). Si ante él hay una bienaventurada eternidad, con razón considera que importa poco cuánto pueda sufrir en este mundo. Nada es de tanta trascendencia como el bienestar eterno. Además, los justos no tienen guerra con sus conciencias o mejores sentimientos. Jesucristo a menudo ha llamado a sus amigos a sacrificar la comodidad, la fama, los bienes terrenales, las viejas amistades y aun la vida misma. Pero bendito sea su nombre, pues que jamás ha pedido a ningún hombre que manche su conciencia ni mancille su honor mediante algún acto de mezquindad. Si Eugenio Beauharmais quiere conservar el favor imperial de su padrastro Napoleón, debe aceptar públicamente el deshonor traído a su propia madre. Pero el Todopoderoso jamás ha llamado a ninguno de sus siervos a hacer algo bajo. Dios siempre deja la buena conciencia y los buenos principios intactos; de hecho, los fortalece grandemente. ¿Cómo no van, entonces, a ser bienaventurados los justos?

Lutero: «La práctica de todos los hombres es buscar la bienaventuranza, y no hay hombre sobre la tierra que no desee que le vaya bien y sienta pena si le fuese mal. Pero el que habla en este salmo con voz del cielo, abate y condena todo lo que los pensamientos de los hombres pudieran deliberar y maquinar en este asunto, y expone la única descripción verdadera de la bienaventuranza, de la cual el mundo entero no sabe nada, declarando que solo es bienaventurado y próspero aquel cuyo amor y deseo son dirigidos a la ley del Señor. Esta es una breve descripción y, realmente, va contra todo juicio y razón, especialmente contra la razón de los sabios según el mundo y los altivos. Como si hubiese dicho: ¿Por qué os preocupáis tanto de buscar consejo? ¿Por qué siempre estáis maquinando en vano cosas sin provecho? No hay más que una perla preciosa, y la ha hallado aquel cuyo amor y deseo es hacia la ley del Señor, y que se separa de los impíos; todo le va bien a él. Pero quien no halla esta perla, aunque busque con el mayor esfuerzo y trabajo el camino de la bienaventuranza, jamás lo hallará». El profeta Isaías habla en el mismo sentido (cf. Is. 55:2-3).

Raza vez abandonan los hombres una vida malvada, hasta que no se convencen de su miseria. En consecuencia, las Escrituras fielmente les declara su desgracia (vv. 4-6). El hijo pródigo no vino en sí hasta que empezó a alimentar a los cerdos. La virtud en realidad no consiste, meramente, en buscar la felicidad; pero nos es útil ver que el dolor sigue al placer pecaminoso, y que un Dios justo no permitirá que un camino de maldad triunfe sobre toda bondad. El infierno sigue de cerca los talones de la transgresión. Los ríos no corren hacia el mar con más naturalidad que tiende a la destrucción la iniquidad. Sobre este punto, la palabra de Dios es clara y enfática. Sepan los malvados que son pobres y miserables (cf. Ro. 3:16; Ap. 3:17).
Los impíos, aunque sean muy morales, afables o seguros de encontrarse en una buena situación, están destituidos de la vida espiritual, del favor de Dios, del carácter santo, de las esperanzas bien fundadas (vv. 4-6). El hecho es que tienen mucho por lo que llorar y nada por lo que alegrarse. La lista de sus carencias es horrible. Pablo resume su condición en la falta de cinco cosas: están sin Dios, sin Cristo, sin la iglesia, sin el pacto y sin esperanza (cf. Ef. 2:12). ¿No basta esto para alarmar a cualquier hombre pensativo? Un brazo humano separado del cuerpo, del cual es miembro, no puede vivir. Ha de perecer. Por tanto, el alma separada de Dios ha de perder todas las posibilidades de felicidad permanente y, al final, llenarse toda de miseria. Aun lo que los malvados parecen tener, en breve les será quitado; todas sus obras y esperanzas serán arrebatadas como el tamo.
La doctrina del juicio eterno no es ninguna novedad (v. 5). Fue predicada con tremenda solemnidad a los pecadores del mundo antiguo (cf. Jud. 14-15). Se enseña claramente en el salmo primero. «Ewald acertadamente relaciona las palabras [del versículo 5] con la progresión de la justicia divina, que está perpetuamente avanzando, aunque no sea visible en todo momento. Todas las manifestaciones de la justicia punitiva están incluidas en ella. “Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala”» (Ec. 12:14). Que se preparen los malvados para encontrarse con su Dios. Ha de haber un juicio. Dios lo ha dicho. La justicia lo requiere.
Uno de los efectos más impresionantes del juicio final será una perfecta y eterna separación entre los justos y los malvados (v. 5). Por tanto, no podrán encontrarse nunca más. Aquí a menudo viven juntos, protegidos por las mismas leyes, habitando en la misma ciudad, frecuentando los mismos lugares de culto, de trabajo y de recreo, miembros de la misma familia o aun durmiendo en la misma cama; y, sin embargo, cuando en el último día se separen, su relación nunca será renovada, mientras dure la eternidad. La aparente confusión de las cosas en esta situación presente dará lugar a una gran y bienaventurada aclaración, y a una eterna separación de las ovejas de las cabras.
Cuán bienaventurada será la reunión de los justos, cuando todas las palomas vengan a sus ventanas, todas las ovejas estén en un redil lejos del acecho de los animales salvajes, todos los hijos sean reunidos en la casa de su Padre, con sus muchas mansiones, los exiliados regresen a su ciudad en eterna paz y con eterna alegría. Los justos tienen y tendrán lo opuesto a los malvados, como se da a entender en el versículo 5. Por otro lado, no es el descanso de los justos inconsistente con la actividad eterna, ni con la perfección de la comunión de los santos. Las Escrituras a menudo representan el cielo como una condición social. La iglesia en la tierra es un tipo de la iglesia en los cielos. No lloremos, desesperados, a nuestros hermanos en Cristo que han partido. Están en la ciudad de Dios. «Allí están nuestros tesoros, inmutables y brillantes. Aguardemos con esperanza. No se han perdido, sino que se han marchado antes; solo se han perdido como las estrellas de la mañana, que se apagan para que aparezca la luz de un cielo más brillante; se han perdido para la tierra, pero no para nosotros».
Las miserias de los malvados en parte serán sociales (v. 5). «No se levantarán […] en la congregación de los justos», sino que se mezclarán con todos los viles y malignos ángeles caídos y hombres incorregibles (cf. Is. 14:9-19). Su condenación y desgracia serán terribles. Cristo «quemará la paja en fuego que nunca se apagará» (Mt. 3:12). Para significar destrucción eterna e irreparable, Dios ha empleado una variedad de expresiones que indican angustia insufrible. «La senda de los malos perecerá». Y toda la desgracia de los malvados será el fruto de sus propias acciones. Cosecharán lo que han sembrado, y nada más. Su camino conduce al infierno, y a ningún otro lugar.
Debería ser el gran asunto de nuestras vidas examinarnos a nosotros mismos, y ver si somos justos o impíos. Para este fin, en parte, nos es dado todo este salmo. La aversión a este deber no en una buena señal. Todos nosotros tenemos muchos motivos para advertir las palabras de Lutero: «Cuando la Escritura habla de los impíos, cuídate de pensar, como siempre hacen los impíos, que se refiere a judíos y paganos, o quizá a otras personas también; por el contrario, preséntate tú también ante esta palabra, como algo que te afecta y concierne también a ti. Pues el hombre de corazón recto y gracioso es celoso de sí mismo, y tiembla ante cada palabra de Dios». La verdad se manifestará. Ningún hombre empeorará su situación por escudriñarla honestamente. Algunos han escapado de una terrible destrucción averiguando a tiempo que se habían autoengañado. Amyrald: «Aunque la providencia de Dios, cuyos caminos son a veces inescrutables, no siempre hace una distinción muy notable entre los justos y los malvados, la vida futura los distinguirá de tal manera que nadie podrá dudar más quiénes siguen la senda de la verdadera prosperidad». De todas las necedades de los hombres, ninguna puede ser peor que la de esconder a sí mismos su verdadera condición y carácter.
Aprendamos el arte de aplicar la palabra de Dios a nuestros propios casos. Quien así emplee este salmo, será muy beneficiado. Es una cosa pobre esconder la verdad de nuestros corazones, mirando simplemente la letra de la Escritura. La crítica, cuando es fría, puede engañarnos con la misma facilidad que cualquier otra cosa. Hemos de tener iluminación divina y unción espiritual, o de lo contrario todo nuestro aprendizaje solo servirá para hacernos mayores necios. El conocimiento de muchos hombres, al no estar santificado, solo sirve de antorcha para alumbrarles hasta el infierno. Confían en que no están en peligro, puesto que estudian las Escrituras con gusto y juicio, pero olvidan que el discernimiento espiritual es esencial para la salvación. El método de McCheyne de aplicar la Escritura era convertir cada versículo en una oración.
Las enseñanzas sencillas y claras de la Escritura son las cuestiones de peso, que reclaman inmediata y universal atención. El que hace adecuado caso de las verdades que se enseñan en el salmo primero, verá que es guiado hasta entender la voluntad de Dios lo suficiente para ser infaliblemente salvo. Los grandes misterios de la salvación los entienden mejor quienes, adecuadamente, reciben las enseñanzas más sencillas de la palabra de Dios y las ponen en práctica.
En todo nuestro estudio de la palabra de Dios, debemos tener fe (cf. He. 4:2). Esta gracia del Espíritu es de la mayor importancia. Sin ella, siempre nos extraviamos, vivimos en tinieblas y somos hechos miserables por los remordimientos causados por nuestras propias mentes. «Nada mayor puede decirse de la fe que el hecho de que es la única cosa que puede desafiar a las acusaciones de la conciencia». Esto lo hace contemplando al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Cristo Jesús es la única esperanza de los pecadores que perecen


SALMO 2

Observaciones doctrinales y prácticas

Este salmo nos muestra la naturaleza del pecado: es rebelión, la más perversa y atrevida, contrario a la única ley perfecta y al legislador del universo. Es ira y furor (vv. 1-3). Si al pecado se le dejase actuar, aniquilaría el gobierno de Dios; procura destronarle. Esto es verdad con todos los pecados; lo es en el caso de la incredulidad respecto a Cristo. Calvino: «Admítase como algo definitivo que todos los que no se someten a la autoridad de Cristo, le hacen la guerra a Dios. Puesto que a Él le parece bien gobernarnos por mano de su Hijo, quienes se niegan a obedecer a Cristo mismo, rechazan la autoridad de Dios, y es en vano que pretendan otra cosa […]. El Padre no quiere ser temido y adorado más que en la persona de su Hijo». Intentar algo en contra es atacar a la autoridad suprema del universo.
Nadie puede expresar de manera adecuada la necedad del pecado (v. 1). Ciertamente, los pecadores «piensan cosas vanas». ¿Alguien ha visto u oído alguna vez a alguien en cuyo corazón el Espíritu de Dios derramase la luz de la verdad, y declarara después que su conducta pasada había sido irrazonable? ¿Algún pecador moribundo ha ensalzado alguna vez una vida perversa como muestra de sabiduría, o como el camino a la felicidad?
No nos sorprendamos del desarrollo de la maldad (v. 2). Aunque parezca extraño, aun la oposición a Jehová y a su Cristo no es cosa nueva. Henry: «Cabría esperar que una bendición tan grande para este mundo como la santa religión de Cristo, habría sido universalmente recibida y abrazada, y que todo manojo se debería haber inclinado de inmediato al del Mesías, y todas las coronas y cetros de la tierra deberían haberse echado a sus pies; pero más bien ha ocurrido lo contrario».
Las razones por las que los malvados se oponen a Dios y a Cristo son, en primer lugar, que por naturaleza tienen mentes carnales, que están en enemistad contra Dios (cf. Ro. 8:7). Los hombres por naturaleza aborrecen a Dios y a su Hijo. Siendo destituidos del amor a Él, y teniendo la mente una naturaleza activa, la enemistad es inevitable. Además, los hombres pronto descubren que las restricciones de la ley divina frustran sus planes egoístas y sus propósitos pecaminosos, así que se oponen a la Biblia, puesto que la Biblia se opone a ellos, y rechazan la autoridad de Dios, puesto que esta les es contraria (vv. 1-3). Dickson: «Aunque la ley y ordenanzas de Dios sean muy santas, muy equitativas, muy inocuas y, verdaderamente, muy provechosas, los malvados las consideran como las llaman aquí («ligaduras» y «cuerdas»), puesto que refrenan y contrarían su sabiduría carnal y vida licenciosa». Es imposible que hombres sin regeneración amen a Dios; están muertos en delitos y pecados.
Es doloroso contemplar hasta qué punto los gobiernos del mundo son, hasta nuestros días, anticristianos. Y quienes los dirigen, a menudo están encantados de que sea así. Esto ha ocurrido desde antaño (v. 2). No hay gobierno terrenal que no tenga leyes, principios o usos en frontal oposición al cristianismo. Todos ellos, hasta cierto punto, aprueban la profanación del cuarto mandamiento. Siempre ha sido así. Resulta doloroso a la mente piadosa meditar en estos temas. Dickson: «Los principales instrumentos que Satanás levanta contra Cristo –para ser cabecillas y líderes de la gente pagana e impía que se opone y persigue al reino e iglesia de Cristo– son los magistrados, príncipes y hombres de estado, para maquillar su malicia con la sombra de la autoridad y de la ley». Esto es justo lo que se describe en este salmo. «Reyes» y «príncipes» se ponen en orden de batalla frente a la religión.
No obstante, no se atemoricen los justos. Es fácil para Dios poner límites a sus enemigos de Él y de ellos (vv. 4-6). Su título apropiado es: «Rey de reyes y Señor de señores». Él hace lo que le place entre los ejércitos del cielo y los habitantes de la tierra. Mucho antes de su encarnación, Isaías vio su gloria y habló de Él. Newton: «Él es Señor sobre quienes le aborrecen. Los gobierna con vara de hierro y, así, convierte los designios de ellos (aunque en contra de sus voluntades) en los medios e instrumentos para promover sus propios propósitos y gloria. Ellos son sus siervos involuntarios, aun cuando se llenen de ira contra Él. Él tiene una brida en sus bocas para frenarlos y dirigirlos a placer. Puede y, a menudo, los controla cuando parecen más seguros de éxito, y siempre les pone límites, que no pueden traspasar». Todos sus enemigos serán puestos bajo Él. Ningún pie impío quedará sobre el cuello de los justos. Porque además:
Es fácil para Dios destruir a sus enemigos (vv. 5, 9). Un leve golpe de su vara de hierro quebrará el vaso del alfarero. Ciertamente, los hombres no son, en su mejor situación terrenal, más que tiestos. Son débiles como el agua. El que escupe contra el viento, escupe a su propia cara. El que lucha con su Hacedor, certifica su propia destrucción. Dickson: «El Señor tiene su tiempo señalado, en que se levantará y turbará a los enemigos de su iglesia, en parte frustrando sus esperanzas, y en parte enviándoles graves plagas. «Luego […] los turbará con su ira». Así lo ha hecho siempre. Contémplese a Faraón, sus magos, sus ejércitos y sus caballos sumergiéndose, hundiéndose y descendiendo cual plomo en el mar Rojo. Ahí tenemos el fin de una de los mayores conspiraciones urdidas contra los escogidos de Dios. De treinta emperadores romanos, gobernadores de provincias y otros altos cargos, que se distinguieron por su celo y animadversión para perseguir a los primeros cristianos, uno enloqueció rápidamente tras ser tratado con brutal crueldad, otro fue muerto por su propio hijo, otro se quedó ciego, los ojos de otro se desencajaron de sus órbitas, otro fue ahogado, otro estrangulado, otro murió en miserable cautiverio, otro cayó muerto de manera demasiado horrible para relatar, otro murió de una enfermedad tan abominable que a algunos de sus médicos se les dio muerte por no poder soportar el hedor que invadía la habitación, dos cometieron suicidio, un tercero lo intentó pero tuvo que solicitar ayuda para terminar la obra, cinco fueron asesinados por su propio pueblo o siervos, otros cinco tuvieron las muertes más miserables y atroces, algunos de ellos sufrieron enfermedades nunca vistas, y ocho fueron muertos en batalla o tras ser capturados. Entre estos, estaba Julián el apóstata. En sus días de prosperidad, se dice que apuntó con su daga al cielo, desafiando al Hijo de Dios, a quien solía llamar «el galileo». Pero cuando fue herido en batalla, vio que todo había acabado para él, y sacó su sangre coagulada y la lanzó al aire, exclamando: «¡Tú has vencido, oh galileo!». Voltaire nos ha hablado de las agonías de Carlos IX de Francia, que hicieron salir la sangre de aquel miserable monarca por los poros de su piel, tras sus crueldades y traición a los hugonotes.
La Escritura no puede ser quebrantada (vv. 6-8). El consejo de Dios ha de permanecer. Las promesas se confirman con juramento. Las amenazas se cumplen ante nuestros ojos cada día. Los preceptos son la verdad celestial y eterna. Las profecías no son más que los propósitos libres, soberanos, eternos e invariables, que se nos revelan. El cielo y la tierra pueden pasar, pero cada jota y tilde de la Escritura se cumplirá, del mismo modo en que este salmo segundo ha tenido y sigue teniendo su cumplimiento.
El reino de Cristo ciertamente triunfará (v. 8). Nada puede impedir su progreso. Los acontecimientos aparentemente más adversos no han hecho más que acelerar su marcha hacia la perfecta victoria. La muerte del Salvador fue la señal de la caída del reino de Satanás. Las persecuciones en Jerusalén llenaron las naciones circundantes de nuevas y de heraldos de salvación. J. M. Mason: «El trono del Mesías no es una de esas telas ligeras que se fabrican por vanidad y que destruye el tiempo, sino que ha sido afirmado de antiguo, es estable y no puede ser conmovido, puesto que es el trono de Dios. El que se sienta en él es el Omnipotente. El ser universal está en su mano. La revolución, la fuerza y el temor, aplicados a su reino, son palabras sin significado. Álzate en rebelión si tienes valor. Asóciate con todo el poder infernal. Comienza por destruir todo lo que es justo y bueno en este pequeño globo. Continúa arrancando el sol de su lugar y asolando el mundo estelar. ¿Qué le has hecho a Él? No es más que la insignificante amenaza de un gusano a aquel cuyo enfado significa la perdición. «El que mora en los cielos se reirá». Una gota de su ira hace la vida intolerable. Una sonrisa de su rostro hace el cielo.
La profecía, la historia, su falta de perfección, el ejemplo de Cristo y la enemistad de los malvados deberían llevar a los cristianos a esperar pruebas. ¿Por qué no habrían de hacerlo? Si no se les prueba de otro modo, cuando menos, la conducta de los malvados ha de llenarlos de pena. Ningún hombre bueno puede presenciar una conducta como la que se describe en los versículos 1-3, o unos juicios como los que se mencionan en los versículos 4, 5, 9, sin dolor. «Veía a los prevaricadores, y me disgustaba» (Sal. 119:158) es un capítulo de la historia de todos los que aman al Salvador. O, si por un tiempo, los enemigos de Dios parecen estar tranquilos, la corrupción interior afligirá a los piadosos. «Desde que el hombre fue echado del paraíso, ha intentado hallar o fabricar otro», pero nunca ha tenido éxito y nunca lo tendrá. Hay una necesidad en todo lo que acontece a los justos. «Dios en ningún momento niega algo a su pueblo por no tener la capacidad de dárselo, pero muchas veces le niega algo por no tener su pueblo la capacidad de recibir esa misericordia». Lutero: «Todos los que son cristianos sanos, especialmente si enseñan la palabra de Cristo, han de sufrir sus Herodes, sus Pilatos, sus judíos y sus paganos, que se aíran contra ellos, hablan muchas cosas vanas, se levantan y toman consejo contra ellos».
Pero no se inquiete mucho el hijo de Dios por todas sus pruebas, por muy contrarias a la carne y sangre que resulten. Nunca pueden afectar a su relación con Dios. Él permanece fiel (vv. 6-7). Y nada puede perturbar su tranquilidad eterna. Lutero: «El que cuida de nosotros «mora en los cielos», habita muy seguro, libre de todo temor, y, si nos vemos envueltos en dificultades y conflictos, centra su atención en nosotros. Nosotros fluctuamos de un lugar a otro, pero Él permanece estable, y ordena las cosas de tal manera que los justos no seguirán siempre en dificultades (cf. Sal. 55:22). Pero todo esto ocurre tan en secreto que no puedes percibirlo bien, pues, para ello, tú mismo tendrías que estar en el cielo. Debes sufrir por tierra y mar, y entre todas las criaturas. Y no debes esperar consuelo en tus sufrimientos y dificultades hasta que te levantes, por la fe y esperanza, sobre todas las cosas, y anheles al que mora en los cielos, pues también tú moras en los cielos, pero solo en fe y esperanza».
La humanidad del Mesías generalmente se sostiene y se cree. En otros tiempos, la negaban algunos. Si estuviese en peligro ahora, los piadosos se levantarían maravillosamente en su defensa. Y no deberían sorprenderse los herejes de que los ortodoxos muestren semejante celo al defender la doctrina de la verdadera y propia divinidad de Cristo. La Biblia está llena de ella (vv. 1-3, 6-7), expuesta por hombres inspirados. A un Dios-hombre Mediador encomendaron sus almas todos los regenerados en el día de su desposorio con Cristo. J. M. Mason: «La doctrina de la divinidad de nuestro Señor no es, como hecho, de más interés a nuestra fe que, como principio, esencial a nuestra esperanza. Si no fuese el Dios verdadero, no podría ser la vida eterna. Cuando agobiado por la culpa y anhelante de felicidad, busco al libertador que mi conciencia, mi corazón y la palabra de Dios me aseguran que necesito, ¡no te burles de mi agonía dirigiéndome a una criatura, a un hombre, a un mero hombre como yo! ¡Una criatura! ¡Un hombre! Mi Redentor posee mi persona. Mi espíritu inmortal es su propiedad. Cuando haya de morir, deberé ponerlo en sus manos. ¡Mi alma! ¡Mi alma infinitamente preciosa encomendada a un mero hombre! ¡Convertida en propiedad de un mero hombre! Yo no confiaría mi cuerpo al ángel más excelso que resplandece en el templo celestial. Solo el Padre de los espíritus puede tener la propiedad de los espíritus, y ser su refugio en la hora de transición del mundo presente al venidero». Si hay un título, atributo o grado de honor correspondientes al Padre y que demuestren su divinidad, que no correspondan también al Hijo, los enemigos de la divinidad esencial de Cristo no los han señalado. La vital utilidad de esta doctrina se enseña claramente en la Escritura. «¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 J. 5:5).
El obispo Beveridge tiene un sermón sobre Salmos 2:11, cuyo objeto es mostrar «la obligación de las autoridades de promover la religión». Él ha expuesto claramente su argumento, pero cuando tiene que señalar la manera en que ha de cumplirse el deber, presenta puntos de vista en conflicto con ideas albergadas por gente piadosa de nuestro país, y por la gran mayoría de disidentes en Inglaterra. Sin embargo, tiene razón al insistir –y nosotros hemos de insistir también—en que ningún hombre está exento de la obligación de dar a conocer la salvación del evangelio, y remover las piedras de tropiezo, y quitar los obstáculos para la extensión de la verdad. En este asunto, cada cual ha de emplear toda la influencia que Dios le ha confiado. Especialmente, está obligado a adornar la doctrina de Dios nuestro Salvador con un ejemplo piadoso.
Es muy de lamentar que tantos, con autoridad o sin ella, no solo nieguen su ayuda para difundir el evangelio, sino que hagan mucho por obstaculizar esta buena obra. Nadie nos ha dicho qué ocupación hay más terrible que oponerse a la extensión del conocimiento de la salvación (vv. 9, 12). Pablo dice de ciertos judíos de su tiempo que «se oponen a todos los hombres,impidiéndonos hablar a los gentiles para que éstos se salven; así colman ellos siempre la medida de sus pecados, pues vino sobre ellos la ira hasta el extremo» (1 Ts. 2:15-16). Enemigos de la extensión del evangelio, las señales de la perdición están ahora sobre vosotros. Vuestros débiles esfuerzos por derribar la obra de Dios son impotentes. J. M. Mason: «La causa misionera ha de triunfar finalmente. Es la causa de Dios, y prevalecerá. Los días avanzan rápidamente, y el grito de las islas se unirá al trueno del continente; el Támesis y el Danubio, el Tíber y el Rin, invocarán al Éufrates, al Ganges y al Nilo; y al potente concierto se sumarán el Hudson, el Misisipi y el Amazonas, cantando con un solo corazón y a una sola voz: “¡Aleluya! ¡Salvación! ¡El Señor Dios Omnipotente reina!”».
También está claro en este salmo que es apropiado dirigirse a los hombres de manera explícita y particular (v. 10). No es que los heraldos de la cruz, en asambleas heterogéneas, hayan de exhibir a personas particulares antes los asistentes. Pero la palabra de Dios debe predicarse de forma discriminada. Todo hombre debería tener su ración de comida a su debido tiempo. Magistrados, senadores, ricos y pobres, a todos deben los ministros tratar de manera adecuada. Los hombres no aprenden su deber o sus pecados simplemente con insinuaciones y alusiones, sino tan solo mediante una honesta declaración, un valiente y delicado anuncio de la verdad. Los siervos de Dios han de proclamar que «no es impropio de los mayores monarcas estar sujetos a Cristo Jesús, admirarlo, someterse a Él y procurar servirle según su poder; pues el mandato a todos, y a ellos en particular, es: “Servid a Jehová con temor”».
Hay equilibrio en todas las gracias del cristiano (v. 11). Su fe concuerda con la humildad y, por tanto, no es presuntuosa. Su celo es bondadoso, gentil y benevolente; por tanto, no degenera en fanatismo e ira. Su penitencia contiene esperanza y, por tanto, no implica desesperación. Su temor contiene gozo y, por tanto, no conlleva angustia. Su gozo contiene temor y, por tanto, no se transforma en frivolidad. Bates: «Este temor de Dios califica nuestro gozo. Si sustraes el temor del gozo, el gozo se tornará ligero y lascivo; si sustraes el gozo del temor, el temor se tornará, entonces, servil». Hay simetría y armonía en el carácter cristiano. No es un batiburrillo, no es una contradicción, sino que es una unidad.
Los hombres deben confiar además de obedecer, y obedecer además de confiar. La piedad sin confianza en Dios es imposible (v. 12).
Si en la obra de la redención hay lugar para la intercesión de Cristo, aun después de su exaltación (v. 8), ciertamente no es cosa extraña que los cristianos, en esta vida de pruebas, encuentren necesario recurrir a la oración.
Nadie que oiga el evangelio puede dar una razón sólida para perecer (v. 12). Existe una pregunta que los malvados no podrán responder jamás: «¿Por qué moriréis?». Su pecado consiste en que, «por [su] dureza y por [su] corazón no arrepentido, atesora[n] para [sí] mismo[s] ira para el día de la ira» (Ro. 2:5). Todo está contra ellos. ¡Oh, lector, sé sabio! ¡Vuélvete y vive! Newton: «Mi corazón te desea la posesión de los principios que pueden sostenerte en todos los cambios de la vida, y hacer cómoda tu almohada en la hora de la muerte. ¿No deseas ser feliz? O ¿puedes ser feliz demasiado pronto? Muchas personas te están mirando ahora, las cuales estuvieron una vez como tú estás ahora. Y no dudo de que están orando para que estés como están ellos ahora. Intenta orar por ti mismo. Nuestro Dios ciertamente está en medio nuestro. Su gracioso oído está atento a todo suplicante. Búscale entretanto que puede ser hallado. Jesús murió por los pecadores, y ha dicho: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37). Él es, asimismo, el autor de la fe por la cual, únicamente, puedes acercarte a Él de manera adecuada. Si se la pides, te la dará; si la buscas, del modo que ha señalado, ciertamente la hallarás. Si rechazas esto, no quedan más sacrificios por el pecado. Si no eres salvo por la fe en su sangre, estás perdido para siempre. Oh, “besad al Hijo, porque no se enoje, y perezcáis en el camino, cuando se encendiere un poco su furor. Bienaventurados todos los que en él confían (RVA)”».
«Indecible debe de ser la ira de Dios, cuando se encienda plenamente, puesto que la perdición puede llegar cuando se encienda solo un poco» (v. 12).
«La remisión del pecado, la liberación de la ira, la comunión con Dios y la vida eterna son los frutos recibir a Cristo, hacer un pacto con Cristo y descansar en Cristo; pues «bienaventurados [son] todos los que en él confían» (v. 12).


SALMO 3

Observaciones doctrinales y prácticas

Todo el mundo tiene sus propias dificultades. El rey está tan sujeto a las alternancias de alegría y tristeza como cualquiera de sus súbditos. Esto enseña todo el salmo. A veces, David probablemente fuera el hombre más afligido de Israel (v. 1). Quizá, además, haya una distribución de felicidad y miseria mucho más igualada de lo que, a veces, estamos dispuestos a admitir. Antes de quejarnos de nuestra situación por parecernos particularmente grave, consideremos la condición de algunos a nuestro alrededor, y comprobaremos cuánta similitud tienen con nosotros tanto los que están por encima como los que están por debajo nuestro en su posición social.
Los mejores padres pueden tener los peores hijos. David tuvo a su Absalón. Esto no es común, pero es posible. Los efectos de una educación piadosa a menudo no se hacen manifiestos, hasta casi llegar a romper el corazón de los padres la maldad de sus descendientes. En algunos casos, de hecho, quienes han tenido los mejores ejemplos e instrucciones, viven y mueren en pecado. La gracia no es hereditaria. Dios es soberano.
¡Cuán necios son los que confían, para su felicidad, en el favor popular! Nada es más inestable. Puede que David anhele reinar y hacer el bien, pero cuando llega la rebelión, las masas se vuelven contra él (v. 1). Siempre ha sido así. Por un tiempo, Israel dice que no hay nadie como Moisés. Muy pronto viene la dificultad; entonces, murmuran contra él. El mismo pueblo que, en un momento, consideran a Pablo un asesino perseguido por la venganza divina, al momento siguiente, dice que es un dios. La misma multitud que clama: «Hosanna al hijo de David», a los tres días reclama su crucifixión. El aliento popular es inestable como el viento, y ligero como la vanidad. El que no se tenga, no prueba nada contra el valor de ningún hombre. El que se posea, no da derecho a ser estimado a ningún hombre.
Los grandes delitos normalmente no se pueden ocultar. Parece que el plan de Dios es sacar a la luz las obras viles, aun cuando han sido cometidas por grandes y buenos hombres. Nuestro dicho es: «El asesinato se manifestará». Dios puede reunir a tantos testigos que, en cualquier momento, puede evidenciarse. El canto de un nido de pájaros llevó a alguien a confesar parricidio. La angustia de los hermanos de José les llevó a reconocer su culpa respecto a su hermano. Absalón parece haber sido el hijo favorito de David (cf. 2 S. 13:39). Sin embargo, fue el espino más agudo que se clavara en el costado de su padre. Así pues, Dios saca las malas obras de David y las castiga a plena luz del sol. Él sabe cómo hacer que el hierro penetre el alma de su pueblo errado.
Si quieres conocer las cosas perfectamente, ve a la escuela a experimentar. ¡Cómo ayudan sus lecciones a sentar la cabeza, expulsar la necedad y poner ante nosotros las cosas de la salvación! En este salmo, David habla como quien sabe lo que afirma. Se le habían enseñado algunas dolorosas lecciones, pero habían sido de las más provechosas de toda su vida.
Dios puede afligir en gran manera a sus escogidos aun después de haberse arrepentido verdaderamente de sus pecados (v. 2). Así fue en el caso de David. El Señor a menudo ve que es bueno para nosotros tener un triste recuerdo del pasado. Cuando nos prueba de este modo, caigamos en los brazos del que nos castiga. Henry: «Los peligros y temores deberían conducirnos a Dios, no lejos de Él». En cuanto llega la dificultad, David acude a Dios. Benditas palabras: «Siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo» (1 Co. 11:32).
Cuando viene la aflicción, busquemos la causa. «¿Por qué contiendes conmigo?» (Job 10:2). No cejemos en la búsqueda hasta que hayamos hecho un trabajo exhaustivo. Y, cuando encontremos la causa de nuestros problemas, arrepintámonos profundamente delante de Dios. Nunca recibimos de Dios un golpe más de lo que merecemos y necesitamos para nuestra purificación o utilidad. Y nunca nos arrepentimos con demasiada frecuencia o humildad por nuestros pecados. Ellos son más aborrecibles de lo que jamás hayamos sentido. El verdadero arrepentimiento no es un arrebato; es un hábito.
Pero cuídense los siervos de Dios de desesperar. Aférrense a Él más estrechamente cuanto más intensas sean sus aflicciones. La desesperación puede hacer una obra de valor prodigiosa, pero jamás ha realizado una gran obra de fe y paciencia. Diga a menudo a su alma todo hijo de Dios: «Espera en Dios». Nunca crean los santos al tentador cuando dice: «No hay para ellos salvación en Dios». La confianza humilde y obediente en Dios es siempre segura y sabia (vv. 2-3).
Nunca actuamos más sabiamente que cuando hacemos lo correcto y confiamos en Dios para la protección de nuestras vidas y personas, y para la defensa de nuestros buenos nombres. Él es nuestro «escudo», y nos defiende. Él es nuestra «gloria», y nuestro honor está seguro en sus manos (v. 3). Dios mismo es la esperanza de Israel.
¡Cuán triste es la condición de los hombres cuando Dios ya no los ayuda! ¿En qué otra cosa podía confiar David en su aflicción, más que en Dios? Y no era su prueba mayor que aquella a que todos estamos sujetos. Podría haber sido más severa. Y si, cuando viene el día de la tristeza, Dios niega su auxilio, ¿no estamos perdidos? ¿Por qué no ven los malvados que están obrando su propia ruina, de la misma manera que Absalón avanzaba firmemente hacia su propia destrucción?
Siempre es seguro seguir el trazo de la voluntad de Dios que claramente se nos muestra en su palabra o en su providencia. David sabía bien que Dios lo había llamado al trono y se lo aseguraría; y, por tanto, ve que otros están batallando contra el todopoderoso. Calvino: «Si nuestros enemigos, al perseguirnos, luchan contra Dios, y no contra nosotros, de la consideración de su actuación ha de extraerse, de inmediato, la firme convicción de seguridad bajo la protección de aquel cuya gracia, que Él nos ha prometido, ellos menosprecian y pisotean con sus pies». «Aunque todo el mundo una su voz para llevarnos a la desesperación, solo Dios ha de ser obedecido, y siempre debe albergarse esperanza en la liberación prometida de Dios» (v. 3).
Tenemos predisposición a abusar de todo. Aun nuestra experiencia pasada de las misericordias de Dios pueden, por la dureza de nuestros corazones, llevarnos a no procurar más progreso en conocimiento y gracia. Por otro lado, algunos obtienen muy poco consuelo de las maravillosas liberaciones de los días pasados. En cada nueva dificultad, se comportan tan puerilmente como en pruebas anteriores. Ambos extremos son erróneos. No deberíamos pensar en el pasado diciendo que hemos sentido o aprendido suficientemente; sino que, cuando somos probados, deberíamos rogar a Dios sus anteriores bondades, y animarnos con su recuerdo (v. 4).
La oración es eficaz. Los mortales nunca han blandido un arma más poderosa (v. 4). ¡Oh, si todos nosotros tuviésemos corazones para acudir a Dios con fuerte clamor, como debiéramos. Henry: «La preocupación y el dolor nos hacen bien, y ningún daño, cuando nos llevan a orar, y nos conducen no solo a hablar con Dios, sino a clamarle con fervor».
El poder calmante de la piedad es maravilloso (v. 5). Clarke: «El que sabe que tiene a Dios como protector, puede acostarse tranquilo y confiado, no temiendo la violencia del fuego, el filo de la espada, los designios de los hombres perversos, ni la influencia de los espíritus malignos». Hubo un hombre que estuvo tendido al pie de un árbol en África, con un tigre cerca de él, a un lado, y un chacal, al otro. Huir de ellos era imposible. Así que los dejó que se observaran el uno al otro, se encomendó a Dios, se quedó dormido y despertó a la mañana siguiente, viendo que el sol había salido y que ambos animales de presa se habían marchado. Déjalo todo a Dios y no temas nada. Henry: «La verdadera fortaleza cristiana consiste más en una graciosa seguridad y serenidad de mente, en paciente aguante y paciente espera, que en atrevidas empresas, espada en mano».
Cuando Dios sustenta nuestro «espíritu, persona y causa», ¿hay algo más razonable que tener valor? (v. 5).
La guerra de los malvados con la Iglesia de Dios es completamente inútil. Las mismas oraciones de los santos de todas las épocas forman a su alrededor un baluarte de fuerza inexpugnable (vv. 4-7).
Tan cierta es la victoria final, que puede celebrarse antes de obtenerse (v. 7). Morison: «Tan deleitosa es la confianza que inspira el espíritu de la oración de fe, que el salmista habla de victoria sobre sus enemigos como si, realmente, se hubiera producido».
Por muy oprimidos, menospreciados, perseguidos y desamparados que estén los siervos de Dios, encomiéndense a su misericordia y confíen en su gracia (v. 8). El Señor se agrada de ello. De ningún modo podemos dar más abundante honor a Dios que engrandeciendo su gracia y confiando en su amor.
¡Con qué facilidad se desalientan fatalmente los malvados! David, en su huida, está confiado. Ahitofel, en la corte, está desesperado y se ahorca.
David fue un modelo de sufrimiento. Fue también un tipo de Cristo. Pero no está del todo claro que en este salmo haya de ser considerado típico. El Dr. Gill defiende con insistencia el carácter típico de David aquí. Pero muchos no consideran sus afirmaciones concluyentes. En un sentido, todo el pueblo de Cristo sufre con Él y, en algunas cosas, como Él; pero eso no los convierte en tipos de su Redentor. Por otro lado, no se enseña ningún error aludiendo a alguna porción de la historia sagrada, obteniendo de ella luz mediante comparaciones o analogías para explicar alguna otra parte, siempre que se haga con sano juicio y buen gusto. Así, Scott, sin encontrar aquí ningún tipo, simplemente dice: «Dejaremos de maravillarnos de las dificultades del rey de Israel, y casi dejaremos de pensar en nuestras pequeñas aflicciones, si miramos a Jesús como es debido, y contrastamos su gloria y su gracia con el desprecio y crueldad con que fue tratado. Habiéndose entregado a la muerte, santificó el sepulcro y se convirtió en las primicias de la resurrección. Su cabeza fue levantada, entonces, sobre sus enemigos, y así abrió el reino de los cielos a todos los creyentes. Sus enemigos, por tanto, ciertamente serán defraudados y perecerán; pero su pueblo puede descender al sepulcro, igual que a sus lechos, con esperanza y consuelo, pues el mismo Dios vela por ellos en ambos, y finalmente despertarán a eterna felicidad». Alexander: «Las expresiones están escogidas para adecuar el salmo a su principal propósito: proveer un modelo de sentimiento piadoso a la Iglesia en general y a sus miembros individuales en sus emergencias».
Las contiendas y peligros de la guerra son una impactante –aunque inadecuada– representación de las terribles pruebas y enemigos que batallan en el corazón del pueblo sufriente de Dios en todos sus goces terrenales. Cómo sus pecados y tentaciones los engañan, traicionan, enfrentan, hieren y acercan a la muerte, de manera que los mejores de ellos apenas se salvan. Lutero: «Este salmo nos es provechoso para consolar las conciencias débiles y agobiadas, si entendemos –en sentido espiritual– por enemigos y hostilidad de los impíos, las tentaciones del pecado y la conciencia de una vida malgastada. Porque en esto es realmente afligido el corazón del pecador, solo en esto está débil y desamparado; y, cuando los hombres no están acostumbrados a levantar los ojos por encima de sí mismos ante las avalanchas de pecado, y a saber hacer de Dios su refugio ante una mala conciencia, hay gran peligro. Y es de temer que los malos espíritus, que en tal caso están dispuestos a apoderarse de las pobres almas, al final se las traguen y las lleven, a través de la angustia, a la duda».
¡De que modo tan extraño vienen las bendiciones sobre el cristiano! Su fuerza sale de la debilidad, su plenitud de la vacuidad, su gozo de la aflicción y su vida de la muerte. Apolinar llama al salmo tercero «cántico de lamento», y lo así. Sin embargo, ¿dónde hallaremos una expresión de mayor confianza que en algunas porciones de esta quejumbrosa composición?
Este salmo muestra que, en un acto muy breve de devoción, cuando la mente se ejercita mucho en una cosa, se puede hacer uso de una rica variedad de imágenes y temas. En la devoción, la conexión lógica es de mucho menor importancia que el fervor, la humildad, la fe y el espíritu de sumisión e importunidad.