El uso didáctico de la Ley (II)

Autor artículo: 
Beeke, Joel
El uso de la Ley (II)

Publicamos, ahora, las conclusiones de Joel Beeke respecto al uso didáctico de la ley, sobre el que versaba la anterior publicación. En ellas, de manera bastante clara y sucinta, se exponen las razones que justifican este tercer uso de la ley de Dios, entendida como la luz que alumbra el camino que debe seguir el creyente.

Carácter bíblico del tercer uso de la ley

Pueden sacarse ahora varias conclusiones importantes acerca del tercer uso de la ley del cristiano. En primer lugar, el tercer uso de la ley es bíblico. Las escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento abundan en exposiciones de la ley dirigidas principalmente a creyentes para asistirlos en la permanente búsqueda de la santificación. Los Salmos afirman reiteradamente que el creyente se deleita en la ley de Dios tanto en el hombre interior como en su vida exterior. Una de las mayores preocupaciones del salmista es descubrir la voluntad buena y perfecta de Dios y, entonces, correr por el camino de sus mandamientos. El Sermón del Monte y las porciones éticas de las epístolas de Pablo son grandiosos ejemplos del Nuevo Testamento de la ley usada como regla de vida. Las direcciones contenidas en estas porciones de la Escritura están destinadas, principalmente, a aquellos ya redimidos, y su objetivo es llevarlos a reflejar una teología de la gracia mediante una ética de la gratitud. En esta ética de la gratitud, el creyente vive y sigue las pisadas de su Salvador, quien fue el Siervo del Señor y Cumplidor de la ley, obedeciendo cada día todos los mandamientos de su Padre durante su estancia en la tierra.

Contrario al antinomianismo y al legalismo

En segundo lugar, el tercer uso de la ley combate tanto el antinomianismo como el legalismo. El antinomianismo (anti = contra; nomos = ley) enseña que los cristianos ya no tienen ninguna obligación hacia la ley moral, porque Jesús la ha cumplido y los ha liberado de ella al salvarlos por la sola gracia. Pablo, por supuesto, rechazó enérgicamente esta herejía en Romanos 3:8, como hizo Lutero en sus batallas contra Johann Agrícola, y como hicieron los puritanos de Nueva Inglaterra en oposición a Anne Hutchinson. Los antinominianos malinterpretan la naturaleza de la justificación por la fe, la cual, aunque concedida al margen de las obras de la ley, no excluye la necesidad de santificación. Uno de los elementos constitutivos más importantes de la santificación es la cultivación diaria de una agradecida obediencia a la ley. Como Samuel Bolton declara gráficamente: «La ley nos envía al evangelio para que seamos justificados, y el evangelio nos envía de nuevo a la ley para inquirir cuál es nuestro deber, estando ya justificados».

Los antinominianos alegan que quienes mantienen la necesidad de la ley como regla de vida para el creyente caen presa del legalismo. Ahora bien, es posible, por supuesto, que el abuso del tercer uso de la ley resulte en el legalismo. Cuando se desarrolla un elaborado código para que lo sigan los creyentes, comprendiendo todos los problemas y tensiones concebibles en la vida moral, no se deja libertad alguna a los creyentes en ninguna área de sus vidas para tomar decisiones personales y existenciales basadas en los principios de la Escritura. En tal contexto, la ley hecha por el hombre asfixia el evangelio divino, y la santificación legalista suplanta la justificación de gracia. Al cristiano, entonces, se le hace volver a una servidumbre semejante a la del monasticismo medieval católico-romano.

La ley nos proporciona una ética comprensiva, pero no una aplicación exhaustiva. La Escritura nos provee de principios amplios y paradigmas ilustrativos, no de minuciosos detalles que puedan ser mecánicamente aplicados a toda circunstancia. Cada día, el cristiano debe considerar las amplias pinceladas de la ley para sus decisiones particulares, pesando con cuidado todas las cosas conforme a la «ley y el testimonio» (Is. 8:20), mientras procura y ruega en todo tiempo un creciente sentido de la prudencia cristiana.

El legalismo y la agradecida obediencia a la ley operan en dos esferas radicalmente diferentes. Difieren tanto el uno de la otra como la esclavitud obligada y a disgusto del servicio alegre. Tristemente, muchos en nuestro día confunden «ley» o «legal» con «legalismo» o ser «legalista». Rara vez nos damos cuenta de que Cristo no rechazó la ley cuado rechazó el legalismo. El legalismo es realmente un tirano y un antagonista, pero la ley debe ser nuestra útil y necesaria amiga. El legalismo es un intento fútil de obtener mérito para con Dios. El legalismo es el error de los fariseos: cultiva la conformidad exterior a la letra de la ley sin tener en cuenta la actitud interior del corazón.

            El tercer uso de la ley sigue un rumbo intermedio entre el antinomianismo y el legalismo. Ni el antinomianismo ni el legalismo son fieles a la ley ni al evangelio. Como John Fletcher ha percibido notablemente: «Los fariseos no son más verdaderamente legales que los antinominianos verdaderamente evangélicos». El antinomianismo enfatiza la libertad cristiana de la condenación de la ley a expensas de la búsqueda del creyente de la santidad. Acentúa la justificación a expensas de la santificación. No advierte que la abrogación del poder de condenación de la ley no abroga el poder de mandato de la ley. El legalismo enfatiza tanto la búsqueda del creyente de la santidad que la obediencia a la ley se convierte en algo más que el fruto de la fe. La obediencia se convierte, de este modo, en un elemento constituyente de la justificación. El poder de mandato de la ley para la santificación casi asfixia el poder de condenación de la ley para la justificación. En el análisis final, el legalismo niega en la práctica, si no en la teoría, un concepto reformado de la justificación. Acentúa la santificación a expensas de la justificación. El concepto reformado del tercer uso de la ley ayuda al creyente a salvaguardar, tanto en la doctrina como en la práctica, un sano equilibrio entre la justificación y la santificación. La justificación necesariamente conduce y encuentra su apropiado fruto en la santificación. La salvación es por la sola fe, de gracia; y, sin embargo, no puede sino producir obras de agradecida obediencia.

Promueve el amor espontáneo

En tercer lugar, el tercer uso de la ley promueve el amor. «Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos» (1 Juan 5:3). La ley de Dios es un don y evidencia de su tierno amor para con sus hijos (cf. Sal. 147:19-20). No es un capataz cruel ni duro para los que están en Cristo. Dios no es más cruel al dar su ley a los suyos que un granjero que construye vallas para prevenir que su ganado y sus caballos se extravíen por las carreteras y autopistas. Esto fue bien ilustrado no hace mucho en Alberta, donde un caballo perteneciente a un granjero rompió su valla, se encaminó a la autopista y fue atropellado por un automóvil. No solo el caballo, sino también el conductor de 17 años, fallecieron en el acto. El granjero y su familia lloraron toda la noche. Las vallas rotas hacen un daño irreparable. Los mandamientos rotos producen consecuencias indecibles. Pero la ley de Dios, obedecida con un amor operado por el Espíritu, promueve alegría y regocijo de corazón. Agradezcamos a Dios su ley, que nos valla para el dichoso disfrute de los verdes pastos de su Palabra.

En la Escritura, la ley y el amor no son enemigos, sino los mejores amigos. De hecho, la esencia de la ley es el amor: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primer y gran mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Mt. 22:37-40; cf. Ro. 13:8-10). Al igual que un súbdito amante obedece a su rey, un hijo amante obedece a su padre y una esposa amante se somete a su marido, un creyente amante anhela obedecer la ley de Dios. Entonces, como hemos visto, la dedicación de todo el sabbat a Dios se convierte no en una carga, sino en un deleite.

Promueve la auténtica libertad cristiana

Finalmente, el tercer uso de la ley promueve la libertad –la genuina libertad cristiana–. El amplio abuso hoy en día de la idea de la libertad cristiana, que tan solo es libertad que se toma como ocasión para servir a la carne, no debería oscurecer el hecho de que la verdadera libertad cristiana es definida y protegida por las líneas trazadas para el creyente en la ley de Dios. Cuando la ley de Dios limita nuestra libertad, es solo para nuestro mayor bien; y cuando la ley de Dios no impone tales límites, en materia de fe y adoración, el cristiano disfruta la perfecta libertad de conciencia de todas las doctrinas y mandamientos de hombres. En materia de vida diaria, la verdadera libertad cristiana consiste en la obediencia voluntaria, agradecida y alegre que el creyente rinde a Dios y a Cristo. Como escribió Calvino sobre las conciencias de los verdaderos cristianos, «obedecen la ley, no como forzadas por la necesidad de la misma; sino que, libres del yugo de la ley, espontáneamente y de buena gana obedecen y se sujetan a la voluntad de Dios».

La Palabra de Dios nos ata como a creyentes, pero somos solo suyos. Solo Él es Señor de nuestras conciencias. Somos verdaderamente libres al guardar los mandamientos de Dios, pues la libertad surge del servicio agradecido, no de la autonomía o anarquía. Fuimos creados para amar y servir a Dios sobre todas las cosas, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos –todo de acuerdo con la voluntad y Palabra de Dios–. Tan solo cuando nos volvemos a dar cuenta de este propósito, encontramos verdadera libertad cristiana. La verdadera libertad –escribe Calvino– es «una libre servidumbre y una servicial libertad». La verdadera libertad es libertad obediente. Tan solo «aquellos que sirven a Dios son libres… Obtenemos libertad para que podamos obedecer a Dios con mayor prontitud y presteza».

Yo soy, oh Señor, tu siervo, atado pero libre,

El hijo de tu sierva, cuyos grilletes Tú has roto;

Redimido por gracia, te presentaré como muestra

De gratitud mi constante alabanza a ti (cf. Sal. 116).

Este es, entonces, el único modo de vivir y morir: «Somos del Señor –concluye Calvino–, luego vivamos y muramos para Él. Somos de Dios, luego que su sabiduría y voluntad reinen en cuanto emprendamos. Somos de Dios; a Él, pues, dirijamos todos los momentos de nuestra vida, como a único y legítimo fin».

Joel Beeke