INTRODUCCIÓN A DE SERVO ARBITRIO (II)

Autor artículo: 
Iwand, Hans Joachim

Como prometimos la semana pasada, publicamos ahora la segunda parte de la introducción a De Servo Arbitrio que iniciábamos entonces. En esta ocasión, pasamos a ofrecer la introducción teológica, bastante más extensa que la histórica, y que por tanto nos hemos visto obligados a dividir en varias secciones. En cualquier caso, merece la pena leerla pausada y reflexivamente, para sacarle así todo el jugo doctrinal que de ella se desprende. Esperamos, una vez más, que sea de edificación para nuestros lectores.

ntroducción teológica
            Escribir una introducción a esta tan importante y vigorosa obra de Lutero –una introducción para el lector de nuestros días—no puede significar otra cosa que hacer el intento de abrir un camino de acceso a ese cúmulo de pensamientos, conocimientos y experiencias profundos y arrolladores con que Lutero se enfrenta a Erasmo de Rótterdam, gloria máxima del humanismo, para justificar y defender su empresa reformadora, plenamente consciente de las consecuencias que ello tendría, y plenamente dispuesto a afrontarlas. El que lea este libro detenida y atentamente, ya sea teólogo o laico, siempre de nuevo se hallará ante pasajes donde le resultará harto difícil seguir al autor, pasajes donde se notará cuán extraño nos resulta Lutero a los que tenemos nuestras raíces en el protestantismo moderno o racionalista. Y esta impresión de ser un extraño nos la causará Lutero precisamente allí donde él cree exponer lo que le es más propio, la «summa causae», la médula misma de su titánico bregar. Pero ¡cuánta falta nos hace que se nos abra de nuevo los ojos para que captemos esta dura verdad! Quien después de haber leído este escrito aún no ha llegado a comprender que la teología evangélica depende en forma absoluta de la doctrina del «albedrío esclavo», gastó en vano sus horas de lectura. Esto es lo que le confiere a este libro cierto tono áspero, desafiante: su inconfundible e insoslayable NO a todos los que quieren ver un sentido positivo en la doctrina del libre albedrío, por buenas y razonables que sean las motivaciones que aducen. Y si se nos permite dar al lector un consejo que lo ha de acompañar en la vertiginosa senda por la cual Lutero lo conducirá a través de todas las cimas y los abismos del conocimiento de Dios y de los hombres, este consejo sería el siguiente: haga caso omiso de las muchas interpretaciones y atenuaciones que los comentaristas de tiempos posteriores ofrecieron para suavizar en algo las asperezas y nivelar las paradojas, y deje valientemente y sin temor las palabras de Lutero tales como él las escribió; es muy posible que en su conjunto obtengan la aprobación que una teología orientada hacia los compromisos no es capaz de darles. Mejor es notar la distancia que media entre Lutero y la teología e iglesia que llevan su nombre, mejor es ver el abismo que se abre entre él y lo que resultó del protestantismo al correr de los tiempos, que recurrir a interpretaciones y atenuaciones a los efectos de producir un Lutero «aceptable» y comprensible en lugar del Lutero genuino, tan extraño e incomprensible ya para su propio siglo.

            Lo mismo, solo en sentido inverso, cabe frente a Erasmo. No hay dudas: al poner lado a lado la Diatribe de libero arbitrio, esta negativa tan cautelosa y al mismo tiempo tan decidida a la Reforma, en nombre de la moral humana y de la tradición de la iglesia universal, y aquella enérgica respuesta, sencillamente imponente por lo profundo de sus pensamientos y el empuje de su despiadado ataque, poco cuesta eludir la propia decisión terminante; basta con escudarse tras apreciaciones acerca del carácter vacilante y poco independiente de Erasmo. Pero con esto no se descarta que los argumentos en que se basa Erasmo, podrían ser también los argumentos nuestros, y que sus objeciones –si bien bajo el nombre de otros—podrían haber llegado a ser también nuestras objeciones. ¿No será que los argumentos y las objeciones de Erasmo lograron penetrar en el pensar dogmático y popular mucho más ampliamente de lo que pudieron hacerlo los pensamientos de Lutero? Ya la ortodoxia luterana de fines del siglo XVI consideraba ofensiva y «calvinista» la doctrina de la doble predestinación, es decir, la elección de Dios para la salvación y para la condenación. Ya la Fórmula de la Concordia no quiere saber nada de una predestinación que se extiende «a los buenos y a los malos». ¿Y qué «ética» elaborada por el protestantismo del siglo pasado no habría intentado basar la aceptación o el rechazo de la fe cristiana sobre la responsabilidad personal del albedrío humano que en este sentido vendría a ser entonces, a pesar de todo, un «libre albedrío»? Esto mismo era lo que opinaba también Erasmo. Según él, al insistirse en la absoluta falta de libertad del albedrío humano, se socava la responsabilidad moral del hombre. Para Erasmo, la reforma de la iglesia era cuestión de una renovación espiritual y moral de la humanidad mediante el evangelio entendido correctamente; ¡y ahora tiene que constatar que la Reforma procedente de Wittenberg hace tambalear el eje mismo de sus reflexiones ético-religiosas! En la doctrina del albedrío no libre, Erasmo ve en el mejor de los casos un tema para el diálogo teológico interno, un punto de discusión para los eruditos, pero no un asunto que atañera a los miembros todos de la iglesia, doctos o indoctos, teólogos o laicos. A criterio suyo, la controversia acerca de estas cosas es destructiva para la iglesia, ruinosa para la moral de los hombres. No puede imaginarse cómo habría de subsistir aún una ética cristiana si la voluntad del hombre no es libre para decidirse por lo bueno y rechazar lo malo, o si al menos es convertida en voluntad de esta índole por medio de la gracia de Dios. Pero –y precisamente este último asombrará al lector aún más que todo lo otro– ¡hasta eso lo niega Lutero! Para él, la voluntad no es libre antes de que el hombre reciba la gracia divina, ni tampoco lo es después. El libre albedrío es un vocablo que no tiene cabida en la teología de Lutero: es ajeno a su concepto de la justificación, y es ajeno también a su concepto de la santificación. Esto es lo que Erasmo no entiende; y este es, por lo tanto, también el punto en que vastos sectores del protestantismo moderno tienen con Erasmo una afinidad más estrecha de lo que ellos mismos están dispuestos a admitir.

            Pero es posible también que la tantas veces criticada cobardía e irresolución de Erasmo sea un factor respecto del cual tengamos que aprender a juzgar con mayor cautela. Hay que ver claramente el motivo por el que Erasmo no quiere plegarse a la causa de Lutero. El humanista clásico Erasmo tiene en vista un fin moral al cooperar en la reforma de la iglesia; Lutero en cambio tiene en vista un fin dogmático. El autor del Enchiridion militis christiani, al pensar en la renovación de la iglesia, piensa en términos del cristianismo práctico; el interés de Lutero está centrado –por poco agradable que nos suene la palabra—en la Doctrina, lo que para él es sinónimo de Verdad. En el primer tomo de su Teología de Lutero, E. Seeberg ofrece una amplia confrontación de los motivos que determinan el antagonismo entre Lutero y Erasmo. Y de todo cuanto allí se dice, nada es más cierto que cuando E. Seeberg observa que este antagonismo radica en la pregunta acerca de qué es verdad; lo que por supuesto no quiere decir que podamos hablar de dos conceptos distintos de «verdad», sino que la diferencia está en que Lutero cimenta la verdad por la cual lucha él, exclusivamente en el testimonio de la Palabra de Dios, aun contra la iglesia y su tradición y contra el juicio al parecer indubitable de la razón humana y sus valores éticos. En el prefacio de su escrito polémico, Lutero mismo hace referencia a los motivos últimos que se interponen entre él y su contrincante, el católico reformista de extracción humanista. Para él, Lutero, la subsistencia del mundo entero es poca cosa para compensar la verdad depositada en la palabra de Dios. Él sabe muy bien: quien quiere renovar la iglesia por medio de la Palabra, debe estar dispuesto a jugarse la reputación que tiene entre sus semejantes, e incluso debe estar dispuesto a correr el riesgo de ser un combatiente solitario contra la tradición de la iglesia; porque para Lutero, la nota distintiva en que se reconoce a la iglesia no es su tradición, sino la fidelidad con que testigos y confesores individuales han mantenido en alto la verdad aun en tiempos en que tuvieron en su contra a la iglesia entera. La tradición –y esto conviene tenerlo presente—por cierto es parte integrante de la doctrina de la iglesia tal como la entiende Erasmo; pero no tiene nada que hacer allí donde damos de la iglesia un testimonio «luterano». La fe de Lutero en la iglesia se funda no en la continuidad terrenal de la misma, sino en su continuidad celestial; no en la tradición sino en la predestinación.

            De esta manera, el escrito contra Erasmo es al mismo tiempo un documento humano, casi diría un documento que encierra un destino. Es la ruptura definitiva de Lutero con un hombre que había hecho valiosos aportes a una obra de la cual ahora se separa para retornar, pese a todo, a la iglesia antigua. Este Erasmo que con tanto fervor había deseado la reforma de la iglesia y que con tanta vehemencia había fustigado los defectos de que esta iglesia adolecía –este mismo Erasmo retrocede ahora atemorizado ante la realidad de la reforma. Su ideal acerca de lo que debiera ser la iglesia queda en el aire. Mansamente, y lo que es más extraño aún, colmado de honores, el valiente caballero vuelve a reunirse con aquellos a quienes antaño había combatido. Ansía la reforma de la iglesia por medio de la teología de los Padres, y se asusta ante la iglesia que acaba de surgir ante sus ojos, renovada por la palabra de Dios.

            Lutero empero es el hombre que en medio de temporales y borrascas va por el otro camino, el camino de la «verdad revolucionaria». No lo arredran los turbulentos embates que se arremolinan en torno de él. Queda más y más solo en la lucha contra los exaltados del campo político y espiritualista. Al afilar la pluma para responder a Erasmo, acaba de dejar tras de sí la vorágine de la Guerra de los Campesinos, y tiene delante de sí la lucha contra los «fanatici», los sacramentarios. Y sin embargo permanece firme en su convicción en medio de todo este caos. Con el tema elegido por Erasmo para entablar una polémica con Lutero, el reformador recibe y aprovecha la oportunidad para reexponer públicamente su posición teológica ante amigos y adversarios, pero sobre todo para fortalecer a los que simpatizan con su causa. Y si leemos su escrito teniendo en mente todos estos factores, nos asombraremos no obstante al constatar que nada, absolutamente nada de lo que aconteció en el transcurso de su actuar, fue capaz de menguar la certeza de Lutero respecto de lo que defendió desde un principio –su sola fide y sola gratia (salvación por la fe sola y por la gracia sola). Es que este hallazgo del sola fide y sola gratia le había sido regalado y aclarado en otra forma que a Erasmo las cogniciones suyas, a saber, como revelación de Dios que permaneció vigorosa sobre él y también contra él, de manera que aún ahora, en el año 1525, Lutero continuó su camino con la misma sujeción a una fuerza superior con que lo había iniciado.

Hans Joaquim Iwand