INTRODUCCIÓN A DE SERVO ARBITRIO (III)

Autor artículo: 
Iwand, Hans Joachim

Una semana más, continuamos con la interesante introducción del pastor y teólogo alemán Hans Joachim Iwand a De Servo Arbitrio. El autor sigue analizando aquí los entresijos de la crucial cuestión que enfrentó a Lutero y Erasmo, acerca de la soberanía de Dios y el albedrío humano. Esperamos que estas reflexiones sean de utilidad a nuestros lectores.

¿En torno de qué gira en realidad la controversia entre Lutero y Erasmo? Si analizamos los diversos estudios que especialmente en los últimos tiempos se han publicado respecto del Albedrío esclavo, podremos constatar una diferencia fundamental entre ellos y la obra misma: hoy día hablamos de esta tesis de Lutero mayormente en términos apologéticos. Buscamos algún medio, algún razonamiento para aclarar al cristiano de la era actual que con su doctrina de la «esclavitud» del albedrío, Lutero exteriorizó un pensamiento positivamente cristiano; salimos en defensa de la posición de Lutero, y creemos que así logramos justificarla de algún modo. Se dice, por ejemplo, que la doctrina de Lutero tiene un enfoque «religioso». Se conecta su tesis con lo que Schleiermacher llamó el «sentimiento de dependencia absoluta», y se trata de obtener así una yuxtaposición de reflexión «religiosa» y «ética». O se intenta hacer comprender que la doctrina de la carencia de libertad del albedrío y la comunicación de la gracia divina no son factores contradictorios; la carencia de libertad, así se opina, se refiere solo al estado del hombre caído en pecados, pero no al estado del hombre regenerado (muy al contrario, mediante la gracia el hombre se ve trasladado al estado de libertad). Fr. Gogarten buscó un camino nuevo: en el epílogo del Albedrío esclavo que él editó, puso de manifiesto los contrastes entre este escrito y el protestantismo moderno. En opinión de Fr. Gogarten, Lutero discute esencialmente el enfrentamiento del YO con el TÚ: el albedrío libre es el impulso ilimitado, y de tendencia extralimitante, del Yo autónomo; el albedrío esclavo en cambio es la voluntad nacida del encuentro con un Tú que se enfrenta con autoridad y amor. Lo correcto en esta última interpretación es el hecho de que la carencia de libertad se entiende como una realidad positiva, nueva; pero quizás no se explica suficientemente que esta carencia de libertad del albedrío significa un estado de incapacidad y perdición total. Por esto considero más indicado renunciar a toda tentativa de interpretación o modernización del tema tratado, y ceñirse estrictamente a lo que en aquel entonces se discutió entre Lutero y Erasmo en forma teológica y bíblicamente exacta. Pues ante todo ha de llamar nuestra atención el hecho de que Lutero mismo no presenta su doctrina en tono apologético, sino como polémica pura, como arma invencible con que desvirtúa y aniquila las fantasías de Erasmo.

            Un examen atento nos mostrará que Lutero parte de la definición hecha por Erasmo. Este había definido el libre albedrío como «fuerza con que el hombre puede aferrarse a lo que conduce a la salvación eterna, o apartarse de ello». El «liberum arbitrium» es la decisión libre y responsable en virtud de la cual el hombre puede inclinarse hacia el bien o hacia el mal, hacia la salvación o la condenación. Lutero analiza esta definición y descubre de inmediato que según ella, «libre albedrío» es lo mismo que «albedrío inconstante», de modo que libre albedrío y albedrío inconstante o mutable son una y la misma cosa. Pero esto a su vez significa que un mismo hombre, en virtud de su decisión, puede decir sí o no a la palabra y obra de Dios, puede aceptar a Dios o rechazarlo, puede «amarlo y odiarlo», como se expresa Lutero. Y creo que para entender mejor qué estaba en juego en esta controversia entre Lutero y Erasmo, conviene no reemplazar ni encubrir esta definición clara y transparente con otras palabras e interpretaciones acerca de lo que Lutero supuestamente quería decir. Quedémonos, pues, con que aquí se ventila la cuestión: hasta qué punto puede el hombre «decidirse» por sí mismo en lo que atañe a su relación con Dios.

            En cierto párrafo de su escrito, Lutero observa muy acertadamente: «No piensas cuánto le atribuyes al libre albedrío con ese pronombre SE o A SÍ MISMO; no piensas que al decir que SE puede aplicar, excluyes por entero al Espíritu Santo con todo su poder, como si fuera superfluo y no necesario». Al leer esto, nos viene a la mente la explicación de Lutero al tercer artículo del Credo Apostólico: «Creo que ni por mi propia razón, ni por mis propias fuerzas soy capaz de creer en Jesucristo, mi Señor, ni venir (applicare) a él; sino que el Espíritu Santo me ha llamado mediante el evangelio, me ha iluminado con sus dones, etc.». A esto apunta Lutero cuando combate la tesis de que el hombre tiene la posibilidad de decidirse libremente en lo que atañe a la salvación: al confesar el «servum arbitrium», Lutero confiesa su fe en el tercer artículo del Credo Apostólico. Expresa su convicción de que no pueden coexistir aquella fe en la posibilidad de libre decisión del hombre, y la confesión de que nadie puede llamar a Jesucristo Salvador y Redentor sino por el Espíritu Santo que lo glorifica, es decir, que nos muestra a Cristo en la gloria divina. En la teología de Erasmo, el lugar del Espíritu de Dios lo toma el propio espíritu del hombre; el hombre es presentado como un ser que dispone soberanamente de su propio destino, o lo que es lo mismo, como un ser que constantemente considera la salvación y la condenación como posibilidades dependientes de su propia elección, y no como realidades dependientes de la elección de Dios.

            Con esto llegamos a otro punto que debe tenerse en cuenta. Lutero observa que quien en materia de salvación y condenación habla de un libre albedrío, hace como si el hombre tuviera aún la capacidad de decidirse libremente. «La Disquisición siempre nos pinta a un hombre que es capaz de hacer lo que se le ordena, o que al menos reconoce que no puede hacerlo. Pero un hombre tal no existe en ninguna parte». Con esto, Lutero afirma lo siguiente: El bien y el mal no son posibilidades que todavía estuvieran abiertas para el hombre. Si la apologética cristiana presenta al hombre en la imagen de un Hércules ante la encrucijada, comete un craso error. Esto es filosofía pagana, pero no teología cristiana. No es cristiano trazar al hombre tal cuadro de su situación, y luego tratar de atraerlo con descripciones de lo bello y bueno que le espera si se inclina hacia la salvación, y de intimidarlo amenazándolo con los males y horrores que caerán sobre él si rechaza la salvación. Esto conduce precisamente a aquella prédica de precio y castigo que puede adquirir sin duda una forma altamente refinada y sublimada y que abundó y abunda también en iglesias evangélicas por la sencilla razón de que es tan cómoda. Pero es falsa. Habla al hombre de posibilidades que ya hace mucho están fuera de su alcance. El hombre ya no se halla en una encrucijada; antes bien, su ubicación está claramente determinada por el hecho de que él escogió un camino y perdió el otro.

            Podríamos decir por lo tanto: Erasmo se hace el vocero de la teología –más exactamente, de la «teología moral»– que ve al hombre en el ámbito de sus posibilidades ficticias; su tesis del «liberum arbitrium» es un verdadero compendio de esta «antropología idealista». Lutero en cambio toma el otro camino: encara al hombre dentro de la realidad en que este se halla cautivo y que llegó a ser su realidad. Y lo que Lutero afirma en este sentido, no lo dice porque fueran verdades a cuya comprensión el hombre hubiese arribado por sí mismo; antes bien, lo dice porque la palabra del Cristo se lo hizo ver. El hecho de que Cristo haya venido a este mundo y haya sufrido la muerte, significa que sin Cristo el hombre está perdido; significa que Cristo ha llegado a ser la única, la última posibilidad de salvación para el hombre. Uno de los pasajes más fascinantes del Albedrío esclavo es aquel donde Lutero arrastra el idealismo de Erasmo ante la cruz de Cristo, y donde en presencia del Crucificado le hace a sus antagonistas la pregunta: «¿Estimaremos que el precio de su sangre es tan bajo que solo alcanzó para redimir lo de menos valor en el hombre, y que en cambio, lo más excelente en el hombre tiene de por sí el valor suficiente para poder prescindir de Cristo?». Es que Lutero descubre en Erasmo la opinión, muy corriente hoy en día, de que la libertad de la volición se halla paralizada por bajos instintos, y que basta liberar al hombre de estas ligaduras para que aflore su naturaleza verdadera y noble. Esta visión idealista comprende al hombre como un ser que en efecto anhela la salvación, solo que no puede convertir este anhelo en realidad; por esto se ve en la necesidad de aceptar la gracia divina que le hace posible «realizarse» plenamente. Los conocedores de la materia sabrán que esta opinión aparece siempre de nuevo en el camino de salvación católico, pero que es característica también del idealismo filosófico en sus delineamientos básicos. Tanto más significativo es para nosotros cómo refuta Lutero esta doctrina. Ella es la glorificación del hombre, sea en forma de terminología teológica o antropológica; la función de Cristo se reduce en tal contexto a la de un colaborador en esta apoteosis del hombre.

            Lo que impulsa a Lutero a levantar la voz de protesta es, pues, el hecho de que aprendió de Cristo a enfocar la realidad del hombre frente a los sueños acerca de sus posibilidades. La encarnación de Dios le da a Lutero la pauta para determinar la situación del hombre. No define al hombre sobre la base de lo que este en su «ratio» piensa de sí mismo, sino sobre la base del juicio que Dios expresó acerca de la humanidad. Y nuevamente podemos reducir este pensamiento a una fórmula muy sencilla, conocida por todos. Está en la explicación del segundo artículo del Credo, donde dice «que me ha redimido a mí, hombre perdido y condenado». Aquí, el juicio acerca de Cristo se combina con el juicio acerca de mí como ser humano. La realidad de la situación del hombre –su efectiva carencia de libertad—le está oculta a este mientras no conozca a Aquel en quien llega a entender y captar simultáneamente su propia realidad y la de Dios, su perdida condición y la misericordia divina, esas dos realidades que el hombre solo puede comprender en uno y el mismo momento –o nunca.

            Pero hay algo más que debemos tomar muy en cuenta si queremos seguir en toda su extensión y profundidad el ataque de Lutero contra la posición de Erasmo: hemos indicado ya que Lutero ve en la doctrina del «liberum arbitrium» la apoteosis del hombre. Esto lo expresa en forma muy clara al decir que el concepto del «liberum arbitrium» es un predicado de Dios. Dios solo «puede y hace todo lo que quiere, en el cielo y en la tierra». Si se le atribuye al hombre, aunque sea como una mera posibilidad, esta libertad que es la expresión máxima y exclusiva de la Majestad divina, se le atribuye según Lutero «la divinidad misma, lo que sería un sacrilegio como no puede haber otro mayor». Con previsión profética, Lutero se da cuenta de que de esta filosofía de la libertad habría de surgir un día el ateísmo moderno con todos sus matices; pues la usurpación de este título es el sacrílego manotón que el género humano, cual nuevo Prometeo, lanza hacia la esfera donde reina la Majestad divina. Es muy posible que Lutero haya sentido la «fuerza y naturaleza del término libre albedrío», y el estímulo y la diabólica tentación que encierra, de una manera más profunda y viva que el «filósofo» Erasmo, que lo usa meramente en el campo óptico de su cosmovisión moral y filantrópica.

            De ahí que si Lutero reclama «el término libre albedrío» para aquel a quien corresponde sola y exclusivamente, lo impulsa algo más que una simple gana de pelearse por conceptos. La aplicación del concepto «liberum arbitrium» a la voluntad y la virtud humanas es para él una usurpación de título, un crimen de lesa majestad. Y por esto mismo, su obra acerca del albedrío esclavo se convirtió al mismo tiempo en un cántico de alabanza a la libre majestad de Dios y su elección de gracia, por cuanto ambos, Dios y el hombre, recobran ahora el título correcto que les corresponde. Dios es señalado como el Creador y Mantenedor de todo lo viviente y actuante, al hombre empero se le comprende sobre el fondo del «haber sido creado juntamente con todas las criaturas».

            Antes de pasar a dilucidar la afirmación de Lutero de que la carencia de la libertad del hombre es característica de su condición de criatura, acotemos brevemente cuál es el estado actual de la investigación en este punto: el hecho de que Lutero atribuya a Dios el «absolutum Velle», el Querer en sí, incondicionalmente libre, condujo a la pregunta de si este pensamiento está realmente dentro del pensar de la Reforma, si es compatible aún con lo que la Reforma enseñaba respecto de la gracia y misericordia de Dios, respecto de la certeza de salvación y la fe en Cristo –o si no es más bien un residuo del concepto que de Dios se formulara en las postrimerías del escolasticismo, una distinción entre la «potencia absoluta» y la «potencia ordinata» en Dios. Ha sido ante todo el mérito de F. Rattenbusch el haber investigado este problema incansable y minuciosamente. Se comprende muy bien que este punto en la exposición de Lutero haya resultado particularmente chocante para una generación de teólogos que veía el centro de gravedad de la enseñanza evangélica en el orden moral y en la formación dela personalidad ético-religiosa. Es verdad que Lutero se toca aquí con el occamismo en el cual él mismo se había formado; pero tales alusiones a afinidades o dependencias ideológicas poco tienen que ver con el asunto mismo. ¿No tenía razón el occamismo al subrayar frente al sistema racional de la teología escolástica, que «si Dios es Dios, tiene que ser ex lex (fuera de la ley)», y que «la voluntad de Dios, precisamente por ser su voluntad, ya no está sujeta a ley alguna»? ¿No es verdad que lo bueno es bueno por el hecho de que Dios lo quiere, y que la idea del bien no debe considerarse en abstracción de la voluntad de Dios ni mucho menos colocada en un plano superior a ella como el Bien en sí? En este punto Lutero es, en efecto, un «occamista». Pero hay un hecho que no debemos pasar por alto: Lutero no simplemente calcó este pensamiento de la libertad de Dios, sino que dicho pensamiento, precisamente en conexión con la doctrina de la gracia sustentada por Lutero, se convierte en algo del todo nuevo: en la doctrina de la gracia libre, no condicionada. Por cuanto la voluntad salvadora de Dios es libre, esta salvación le sobreviene al hombre como una gracia; y viceversa: al que la gracia de Dios no le sobreviene de esta manera, como la inderivable, inexplicable determinación de Aquel que «tiene misericordia del que quiere», a este sencillamente no le sobreviene. Un hombre tal conoce la gracia solo como vocablo, pero no como realidad. Así se completa en la doctrina de la justificación predicada por Lutero la ruptura del sistema escolástico, ruptura que el nominalismo ya había iniciado, pero que no pudo elevar a un término positivo por cuanto sus reflexiones acerca del pecado, gracia y mérito permanecieron dentro del esquema eclesiástico tradicional.

            La voluntad humana, por su parte, Lutero la entiende no en analogía a la voluntad de Dios, sino al contrario, a base de diferencia cualitativa entre la voluntad del Creador y la voluntad creada, finita. Y en esto se revela un conocimiento que es ajeno tanto al escolasticismo como también al pensar idealista del protestantismo moderno. La voluntad del hombre es, por lo tanto, un órgano de Dios –también la voluntad mala, enemiga de Dios–. Dios es la fuerza impulsora en sus criaturas. Dios mismo no descansa: por tanto tampoco puede descansar el hombre malo que apostató de Dios; por tanto también la voluntad antidivina del hombre es una fuerza invencible y un vivo afán que lo domina. Y aunque Dios no crea lo malo, sin embargo coopera en el mal que acontece, dado que Dios actúa en toda criatura. Y a la inversa: donde un hombre quiere lo que Dios quiere, donde esta «poseído» de fe, amor y esperanza, allí no es él mismo el que actúa, sino que actúa como colaborador de Dios en su obra. En todo lo malo que los hombres hacen hay una cooperatio Dei, un «estar obrando junto con» de Dios. Por otra parte, también en lo bueno que Dios hace, hay una cooperatio hominis, un dichoso «poder obrar junto con» del hombre.

            Por consiguiente, la voluntad del hombre no es una fuerza absoluta y autónoma, sino que en lo que nosotros queremos, toma cuerpo el reino de aquel a quien pertenecemos: el reino de Dios en los creyentes, el reino de Satanás en los impíos. Fijémonos en lo que el hombre quiere, en lo que ama u odia, en lo que anhela o aborrece, y sabremos para qué ha sido destinado. Pues en nuestro querer somos seres en formación, y en nuestro proceso formativo somos criaturas de Dios.

            De esta manera se cierra el círculo. Lutero considera esclavo al albedrío humano, tanto al que se opone a Dios como al que, redimido, es capaz de amar a Dios; pues solo considerándolo como esclavo, lo puede considerar criatura de Dios. La carencia de libertad del albedrío es señal de su condición de criatura –y de ninguna manera expresión de su debilidad, ni mucho menos de su sojuzgamiento. Desde tres frentes distintos, pues, ataca Lutero el fuerte de Erasmo: Dios el Creador, Dios el Redentor y Dios el Espíritu Santo le asisten en este combate y le proveen las armas para exponer a la vista pública toda la insustancialidad del libre albedrío. Naturalmente, estas tres líneas que acabamos de evidenciar en mirada retrospectiva, con frecuencia se entremezclan en el escrito de Lutero (como que a la trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– tampoco la podemos separar, ni en pensamientos siquiera). Pero no será arriesgado afirmar que con su confesión del Dios trino, Lutero reduce a nada la posición de su antagonista, y que el Albedrío esclavo constituye la más resonante victoria que esta confesión obtuvo jamás en la lucha de la iglesia contra el espíritu «moderno». El hombre a la luz de la revelación divina (esto podría figurar con justa razón como subtítulo de este tratado del albedrío esclavo). Y también aquí cabe aplicar una sentencia que Lutero acuñó diez años antes: «Así Dios, al exteriorizarse a sí mismo, hace que nosotros nos interioricemos en nosotros mismos, y haciendo que lo conozcamos a él, nos lleva al autoconocimiento nuestro».

Hans Joaquim Iwand