INTRODUCCIÓN A DE SERVO ARBITRIO (IV)

Autor artículo: 
Iwand, Hans Joachim

Ofrecemos esta semana la última entrega de la introducción de Hans Joachim Iwand a la obra fundamental de Martín Lutero, De Servo Arbitrio. En ella sigue explicando la defensa que el gran reformador alemán hace de la soberanía de Dios, para pasar finalmente a presentar un pequeño bosquejo de los temas tratados por Lutero en su obra. La semana que viene, Dios mediante, nos hemos propuesto publicar también la breve introducción que el propio Lutero hace a De Servo Arbitrio, que esperamos pueda contribuir a despertar en nuestros lectores su interés por leer este clásico de la Reforma.

¡Dios se exterioriza a sí mismo! Esto es revelación en el sentido más amplio de la palabra. En ello está comprendido todo el actuar del Dios que habla con nosotros en su ley y en su Hijo. Pero el actuar de Dios no se agota en el actuar en su palabra: al lado del «Deus praedicatus» se coloca el «Deus absconditus»; al lado del Dios que nos es predicado, el Dios que, envuelto en oscuridad impenetrable, mudo y oculto, rige y controla cuanto acontece en el mundo. Cuando el lector haya llegado a las páginas donde Lutero habla de este doble –incluso contradictorio– actuar de Dios, sepa que se halla en la cúspide de toda la obra. Ambas cosas aparecen aquí una al lado de la otra: el actuar de Dios en sí, su actuar en la naturaleza y en la historia, en la vida y en la muerte, en la destrucción y en el juicio, en todo lo que sucede bajo el sol; y el actuar de Dios en su palabra. Erasmo quiere reducir ambas cosas a un denominador común. Erasmo ve en esta duplicidad un diteísmo, ve a Lutero en el peligro de enseñar la existencia de dos dioses. Y, sin embargo, Lutero no altera sus palabras. Un solo Dios actúa y gobierna en lo físico y en la palabra; el hombre empero no posee la capacidad, ni la posee otra criatura alguna, de comprender al Uno que está detrás de todo esto. En este confluir de oscuridad y luz, de enigma y conocimiento, solo vale una directiva: «Aférrate al Dios hecho carne, a Jesucristo el Crucificado». Aquí se hace evidente: la revelación de Dios seguirá siendo la excepción a la regla; hasta la consumación de los siglos permanecerá rodeada de la impenetrable oscuridad de lo que sucede; ella es «la luz que alumbra al pueblo que anda en tinieblas». La revelación de Dios es y seguirá siendo lo singular, lo indeducible, la libre acción de Dios que ha colocado en medio de este mundo de muerte y juicio su palabra para que mediante ella los hombres pudieran echarle mano, conocerlo, y creer en él.

Y todos los enigmas que nos miran con ojos terroríficos cuando con nuestro indagar nos perdemos en las tinieblas, se convierten en fe y conocimiento si buscamos la claridad de Dios que aquí no hallamos, en el rostro de su amado Hijo. Este es el giro al cual Dios mismo nos llama: el giro de sentirse fatídicamente sometido a su poder, al sentirse tocado por su palabra. También la doctrina de la predestinación pertenece –como el propio Lutero lo confiesa más de una vez—a las tinieblas y a los tropiezos, si al pensar en ella no tenemos presente más que el actuar de Dios en sí, su presciencia. En cambio pierde su aguijón y se convierte en ancla de la fe y de la certeza de salvación si la contemplamos reflejada en el rostro de Aquel que nos ha redimido según el designio eterno de su Padre. Quiera todo lector de este escrito llegar a entender la palabra que Lutero interpreta aquí con tan poderosa elocuencia:
«¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado –oráculo del Señor Yahvéh—y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?» (Ez. 18:23).

……………

Solo nos resta, pues, dar al lector unas breves indicaciones acerca de cuál es la manera más provechosa de leer y meditar esta obra (así como se advierte al turista a hacer un alto aquí y allá para sumergirse en la contemplación del maravilloso panorama que se ofrece a su vista). Hay en este escrito diversos puntos que nos permiten divisar profundidades insondables, puntos donde se nos abren conocimientos insospechados, donde Lutero toca las cuestiones básicas, donde nos hace vislumbrar cumbres y abismos como en casi ninguna otra de sus obras.
El prefacio, que comprende una cuarta parte del libro (los capítulos 1 al 7 incluido) ofrece una especial riqueza de contenido. Se inicia con la glorificación de la certeza que proviene de la fe (capítulo 2). Esta certeza es lo que constituye el fundamento para la confesión. El que intenta socavarla, el que coloca el escepticismo en el lugar de las «assertiones», es decir, de las verdades cristianas que han de ser testificadas con la vida y con la muerte, el tal invalida el cristianismo mismo. Pues «el Espíritu Santo no es un escéptico».

De ahí Lutero pasa a las exposiciones acerca del «dogma» (capítulos 3 y 4). Y quien creyó que Lutero tenía del dogma un concepto más bajo, tendrá ahora ocasión de rever su parecer. Solo que Lutero no considera el dogma como cosa en sí, como resultado de la enseñanza eclesiástica. Para él, dogma, Escritura y Cristo forman un conjunto inseparable. El dogma no es otra cosa que la auto-revelación de Dios en el Cristo que nos es anunciado en la Escritura. La doctrina de la predestinación y presciencia de Dios que Lutero defiende, no debe catalogarse entre los teoremas de la ciencia cristiana, como opinaba Erasmo, sino que está conectada con la auto-revelación de Dios; y por lo tanto no puede haber vida creyente y piadosa vivida y desplegada al margen de esta doctrina. Por ende, la doctrina del albedrío esclavo es parte no solo de la existencia teológica, sino de la existencia cristiana en general.

En los párrafos siguientes (capítulo 5 y parte del capítulo 6), de palpitante actualidad y muy dignos de ser leídos, Lutero ajusta cuentas con Erasmo en cuanto a la necesidad e inevitabilidad de la lucha reformatoria. Aquí notamos el hálito del hombre que tiene consciencia de que está cumpliendo una misión histórica a favor de la palabra de Dios. Y en la parte final de esta digresión nos revela cuál es, en lo más profundo, el interés que persigue en su escrito: que mediante el reconocimiento de que no posee libertad de albedrío, el hombre llegue a la humildad y a la fe (comienzo del capítulo 6). La tormenta solo es la parte exterior. Quien la afronta y resiste, a este, Dios se le aparece en un «silbo apacible y delicado» (1 R. 19:12).

Tras estas perspectivas más bien generales, Lutero se concentra en el concepto mismo del albedrío (capítulo 6, parte final). Aquí el lector puede apreciar por primera vez qué quiere decir Lutero con su tesis del albedrío esclavo: que no se trata de una voluntad constreñida, de una «noluntad», sino de una inclinación inmutable, de una presencia dinámica –ya sea de Dios o de Satanás—en lo que nosotros queremos y anhelamos. La voluntad del hombre –así lo expresa allí Lutero—es una capacidad pasiva; el albedrío humano, un órgano al servicio de fuerzas suprahumanas. Y las metas del que posee al hombre –Dios o Satanás—son también el contenido de la aspiración humana. Por esto, la redención está situada «fuera del hombre», en el Cristo crucificado; y todo cuanto se enseña respecto al albedrío esclavo es, en última instancia, una exégesis de la cruz de Cristo. «El Cristo crucificado trae todas estas cosas consigo». ¿Comprenderemos ahora que todo lo que nos queda por leer aún en este libro, no intenta ser otra cosa que una parte de la «teología de la cruz» de Martín Lutero?

Sigue, como última parte del prefacio, el enfrentamiento con la tradición (párrafos finales de los capítulos 6 y 7). Conviene señalar que en aquel entonces, igual que ahora, la doctrina del albedrío esclavo era algo inaudito en la tradición eclesiástica. Erasmo tenía de su parte a las autoridades, los Padres, las voces de la iglesia, y rodeado de esta «nube de testigos», se atrevió a entrar en la arena contra Lutero. El punto culminante de esta controversia lo constituye la expresión «escondida está la iglesia, ocultos los santos». La iglesia está allí donde está la verdad, y no a la inversa. Si la iglesia busca testigos, los hallará en la Escritura, y no más allá de la Escritura, como sostienen los tradicionalistas. No será difícil desprender de esto que la iglesia resplandece solo allí donde se abre paso esta verdad de la Escritura –pero que hay también tiempos en que está oculta, y donde su forma visible no es otra cosa que «el cadáver que ha dejado detrás de sí a la tendencia» (Hegel).

Después de esta exposición de los aspectos fundamentales, Lutero entra a analizar también los argumentos, uno por uno, tal como se los da a la mano el opúsculo de Erasmo. La base común de la discusión son las citas bíblicas, pues la Escritura sigue siendo para ambos contrincantes la norma y maestra. En primer lugar se rebaten los argumentos aducidos por Erasmo en pro del libre albedrío (capítulo 8 hasta el final de la primera parte). Luego, Lutero defiende su propia posición (segunda y tercera partes), a lo que se agrega, como parte final de la obra, el cántico de alabanza a la libre gracia de Dios.

Daremos al respecto unas pocas indicaciones a manera de guía. A propósito de la primera parte: para Lutero, la palabra de Dios siempre tiene el doble aspecto de ley y evangelio. Con esta fórmula, él resuelve todas las aparentes contradicciones de Erasmo. La ley lleva al hombre a reconocer cuál es en realidad su situación. Esta es propiamente la tarea de la ley; el evangelio es cambio brinda consuelo y ayuda a quienes han llegado a este reconocimiento. De ahí resulta el correcto entendimiento de los imperativos bíblicos, del «deberás» divino, y un entendimiento enteramente nuevo de la conversión; pero ante todo resulta una clara distinción entre la voluntad de Dios que nos ha sido revelada para que la promulguemos –y esta voluntad implica tanto la ley como el evangelio—y la voluntad ignota, oculta, de Dios que se cumple inexorablemente y que en su inaccesible majestad ha de ser para nosotros objeto de veneración. Precisamente por el hecho de que la obra de Moisés es parte integrante de la actuación redentora de Dios, por lo cual no debe contarse entre lo relativo al Dios oculto, hallamos en estas páginas también palabras luminosas en cuanto al significado que la ley tiene para la salvación. A esto sigue la exégesis de Mateo 23:27, destacado ejemplo de interpretación bíblica luterana. Aquí se nos conduce de la obra del Dios oculto a la vida del Dios encarnado. Se añade una explicación, con enfoque evangélico, de lo que es la recompensa.

En la segunda parte merecen destacarse: 1. Las declaraciones respecto de lo malo y la esencia de Satanás. Aquí se hace particularmente evidente la diferencia entre Lutero y Agustín. En contraste con lo que opinaba Agustín, para Lutero lo malo no es una privación de lo bueno, o en términos más modernos, el principio de la nada, sino una interacción del constante obrar de Dios por una parte, y la inclinación antidivina del hombre o de las fuerzas del mal por la otra. La inmutabilidad de lo malo radica en la ininterrumpida efectividad del poder creador de Dios. 2. Las declaraciones respecto de la coherencia de predestinación y presciencia. Lo que Dios quiere, esto lo sabe. De esta conexión del querer y saber en Dios resulta la certeza de la fe del hombre. Fundamental es, además, el pasaje relativo al entendimiento bíblico del concepto «carne» y la inestabilidad de los valores humanos. Acto seguido se aporta la prueba de que tampoco el hombre regenerado es libre; y precisamente en esto reside su dicha y su salvación.

En la tercera parte se subraya el significado que la «esclavitud» del albedrío tiene para el concepto humano de «justicia», y se ponen al descubierto los estragos que sufrió la iglesia al irrumpir en ella la doctrina del libre albedrío. Albedrío esclavo significa decisión, albedrío libre significa neutralidad. Se delimita luego el ámbito de esta neutralidad, quiere decir, de las libres posibilidades humanas. Después de una digresión acerca de la teodicea viene el grandioso final en que Lutero le confiesa a Erasmo que este le había atacado en el punto que Lutero consideraba mucho más importante que las discusiones sobre «aquellas cuestiones periféricas acerca del papado, del purgatorio, de las indulgencias y otras por ese estilo, que son bagatelas más bien que cuestiones serias, con las cuales hasta el momento casi todos trataron de darme caza, si bien en vano. Tú, solamente tú llegaste a discernir el punto cardinal de todo lo que actualmente está en controversia, y me echaste la mano a la garganta, lo que te agradezco desde lo profundo de mi corazón».

En los años en que Lutero compuso este escrito, se hallaba envuelto en una nueva lucha. Ya no era tanto la lucha con la iglesia de la cual él mismo provenía, sino con los espíritus que en los agitados comienzos de la Reforma habían sido sus partidarios, pero que ahora iban por otros caminos en prosecución de metas distintas que él no podía aprobar. Hay cierta innegable afinidad entre estos adversarios de derecha e izquierda con que tuvo que habérselas Lutero, si bien los unos –los humanistas—retornaron a la iglesia antigua, mientras que los otros –los «entusiastas» o «fanáticos» (en alemán Schwärmer)—rechazaron a Lutero por considerarlo excesivamente conservador y demasiado poco radical. En efecto, ambos bandos defendían la soberanía del hombre, ambos son abrecaminos de aquel espíritu moderno que en cuanto a religiosidad quiere liberarse de la Escritura, y en cuanto a moral quiere liberarse de la justificación por la gracia sola. En la lucha contra este «espíritu», el Lutero «viejo» permanece fiel al Lutero «joven».

En el Arbitrio esclavo, Lutero tuvo la oportunidad de defender su causa desde su mismo centro. Por esto dijo también más tarde que el Catecismo Mayor y el escrito De servo arbitrio eran sus mejores aciertos, y que todo lo demás no valía la pena de ser conservado para la posteridad. Quiera, pues, el Albedrío esclavo servir también hoy día para que la iglesia evangélica comprenda este dogma por el cual Dios y el hombre vuelven a aparecer en su relación correcta.

Hans Joaquim Iwand