JUSTITIA DEI

Autor artículo: 
Lutero, Martín
Martin Lutero

Una semana más, ofrecemos a nuestros lectores un breve artículo, en el que se reflexiona acerca de la angustiosa experiencia que Lutero hubo de sufrir antes de descubrir la liberadora doctrina protestante de la justificación por la fe.

«Yo era un monje piadoso y seguía las reglas de mi orden más estrictamente de lo que las palabras puedan expresar. Si alguna vez un monje hubiese podido conseguir el cielo por sus observancias monásticas, yo habría sido ese monje. De la veracidad de lo que digo pueden testificar todos los frailes que me han conocido. Si hubiese continuado por más tiempo los ayunos, las oraciones, los estudios y las penitencias, mis mortificaciones me habrían llevado a la muerte». Así escribía Lutero al duque de Sajonia. Estas palabras del gran reformador resumen la angustia de su alma en los años de búsqueda religiosa, cuando un terrible sentimiento de la santidad de Dios hacía vibrar las cuerdas más íntimas de su espíritu y dejaba tras sí, como amargo resabio, una profunda convicción de pecado.

            Martín Lutero no encontró en el claustro agustino de Erfurt, ni en la quietud de su tosca celda, la paz de conciencia y la seguridad de salvación por las que sangraba su espíritu. El bálsamo espiritual que la Iglesia de su tiempo podía ofrecerle, en vez de curar y suavizar la herida de su alma, la hacía aún más dolorosa y agónica. «En mis torturas llegué a los umbrales mismos de la muerte –nos dice–, y todo por tratar de obtener la paz con Dios para mi inquieto corazón y agitada conciencia, pero, rodeado de densas tinieblas, no encontré paz en ninguna parte».

            En 1513, Lutero comenzó su estudio y exposición pública del Libro de los Salmos y, a través de dicho estudio, los primeros rayos de la luz del evangelio empezaron a brillar en la celda oscura de su alma. A través del estudio del salmo 22, Lutero llegó a vislumbrar los horizontes gloriosos de la obra de Cristo en favor del pecador. Este salmo empieza con las mismas palabras que Cristo pronunció en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». ¿Por qué fue desamparado Cristo? Esta pregunta laceraba el corazón de Lutero. ¿Por qué fue desamparado, alejado, abandonado y separado de Dios? Precisamente este alejamiento y desamparo era lo que en aquel entonces experimentaba Lutero, pero había motivo y causa para que Dios lo hubiera desamparado: él era pecador, y Dios santo; él era impuro, y Dios puro; él era miserable, y Dios glorioso; él era un gusano, y Dios era Dios. Pero ¿por qué fue también desamparado Cristo? Él era santo; no había en Él pecado ni engaño fue hallado en su boca; Él era Dios, el Verbo encarnado. ¡Ah! Pronto descubrió Lutero que Cristo, que era sin pecado, por nosotros se hizo pecado; Él tomó nuestro lugar, y sufrió en nuestro lugar. Cristo hizo suyo lo nuestro y lo suyo hizo nuestro. ¡Cristo fue desamparado para que, en Él, Dios pudiera manifestar su justicia!

            Fue el descubrimiento de esta justicia de Dios en la salvación del pecador lo que puso un cántico nuevo en el corazón del humilde monje de Erfurt. El estudio que más tarde haría de las epístolas a los Gálatas y a los Romanos redundaría en una contemplación gloriosa de la maravillosa gracia de Dios en Cristo. La paz y seguridad de salvación que por las obras buscó en la celda agustina, ahora la había encontrado por la sola fe en la justicia y obra de Cristo.

            Cierto es que, a través de los siglos, la doctrina de la justificación por la fe siempre constituyó el refugio de todo pecador arrepentido, y la única esperanza de salvación para el corazón contrito, pero no era la doctrina de la Iglesia oficial de aquel entonces. Pero ahora, con Lutero, la fuerza evangélica de la gloriosa doctrina, a través de la página impresa y desde el púlpito, irrumpe con avasalladora fuerza sobre los corazones humanos. Europa entera oye de nuevo el mensaje de la justicia de Dios.

            La justificación por la fe, a través de la justicia de Dios en Cristo, vino a ser de nuevo el mensaje central de la predicación evangélica. Las buenas nuevas de las doctrinas de la gracia llegaron de nuevo al corazón del pobre pecador. Con voz profética los reformadores pisotearon la vana justicia humana y proclamaron a los cuatro vientos la absoluta justicia de Dios en la salvación del pecador. La justicia de Dios en Cristo era la gloria de los primitivos creyentes, y también la gloria de la Reforma. «El justo vivirá por la fe»; por la fe en la justicia de Cristo, en la justicia de Dios. Aquí se encierra el evangelio de la gracia. «La gloria, el poder y la preciosidad de la doctrina protestante estriba en el hecho de que, desde el principio hasta el fin, hace depender la salvación de los pecadores de una obra de gracia» (Hodge, Teología sistemática).

Editorial («Estandarte de la Verdad»)