LA ESPERANZA DEL CREYENTE CRISTIANO

Autor artículo: 
Simons, Menno

Tras un nuevo largo paréntesis sin publicar nada (a nuestro pesar), iniciamos el año con una edificante «carta de consolación a una santa enferma», de Menno Simons (contemporáneo de los reformadores que, si bien no formó parte de la línea principal de la Reforma protestante, mantuvo una doctrina en sintonía con la misma). Esperamos que el texto sea de provecho espiritual para nuestros lectores.

A mi escogida y amada hermana en Cristo Jesús:

Sean para ti mucha misericordia, gracia y paz, muy amada hermana, a quien siempre he amado sinceramente en Cristo.

Entiendo, de la carta de tu querido esposo, que durante todo el invierno has estado afligida y enferma, lo cual lamento mucho. Pero todos los días oramos: «Padre Santo, hágase tu voluntad». Y, así, sometemos nuestra voluntad a la del Padre para que trate con nosotros como considere más adecuado. Por lo tanto, soporta la aflicción que se te envía con corazón resignado. Porque todo esto viene de su voluntad paterna, para tu propio bien y para que te vuelvas, desde lo más profundo de tu corazón, de las cosas transitorias al Dios vivo y eterno. Ten consuelo en Cristo Jesús, porque tras el invierno llega el verano, y tras la muerte viene la vida. Regocíjate, oh hermana, de que eres una verdadera hija de tu amado Padre. Pronto recibiremos la herencia de su gloriosa promesa. Pero aún un poquito, dice la Palabra del Señor, y el que ha de venir vendrá, y su galardón consigo. Quiera el Dios misericordioso y todopoderoso –ante quien has doblado tus rodillas en su honor, y a quien, en tu debilidad, has buscado– concederte un corazón fuerte y paciente, un dolor soportable, una recuperación gozosa, una restauración gratuita, o una despedida piadosa mediante Cristo Jesús, que diariamente esperamos te acompañe, mi querida hermana y niña en Cristo Jesús.

En segundo lugar, entiendo que tu conciencia está perturbada porque no has caminado, ni sabes cómo hacerlo, en la perfección que nos muestran las Escrituras. Escribo lo siguiente a mi fiel hermana como consolación fraternal de la Palabra verdadera y la Verdad eterna del Señor. «La Escritura –dice Pablo– lo encerró todo bajo pecado» (Gá. 3:22). «No hay hombre justo en la tierra –dice Salomón–, que haga el bien y nunca peque» (Ec. 7:29). En otro lugar, se dice: «Siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse» (Pr. 24:16). Moisés dice: «¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado» (Éx. 34:6-7), delante de quien no hay uno solo sin pecado. ¡Oh, mi querida hermana! Advierte que dice: No hay ni uno sin pecado ante Él. Y David dice: «No entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano» (Sal. 143:2). Y también leemos: «Si pecaren contra ti (pues no hay hombre que no peque)» (2 Cr. 6:36). Somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapos de inmundicia. Cristo dijo, además: «Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios» (Mr. 10:18). «El mal que no quiero, eso hago» (Ro. 7:19). «Todos ofendemos muchas veces» (Stg 3:2). «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Jn. 1:8).

Dado que queda claro, teniendo en cuenta todas estas Escrituras, que todos debemos confesar que somos pecadores, como de hecho lo somos; y, dado que ninguno bajo el cielo ha cumplido perfectamente la justicia requerida por Dios sino solo Jesucristo; ninguno puede, por consiguiente, aproximarse a Dios, obtener gracia y ser salvo a no ser por medio de la perfecta justicia, expiación e intercesión de Jesucristo (por muy piadoso, justo, santo e intachable que pueda ser). Todos debemos reconocer, quienesquiera seamos, que somos pecadores en pensamiento, palabra y obra. Sí, si no tuviéramos ante nosotros a Cristo Jesús, el Justo, ningún profeta ni apóstol podría ser salvo.

Por lo tanto, ten buen ánimo y consuelo en el Señor. No puedes esperar poseer en ti misma una justicia mayor que la que tuvieron en sí mismos todos los escogidos de Dios desde el principio. En ti y por ti misma, eres una pobre pecadora y estás, por el veredicto de la justicia eterna, alienada, bajo maldición y condenada a la muerte eterna. Pero en Cristo y a través de Él, estás justificada y eres agradable a Dios, adoptada por Él en gracia eterna como hija. En esto se han consolado los santos, confiando en Cristo, estimando su propia justicia como inmunda, débil e imperfecta. Se han acercado, con corazones contritos, al trono de la gracia en el nombre de Cristo, y con firme fe han orado al Padre: «Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt. 6:12).

Son preciosas las palabras que dice Pablo: «Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida» (Ro. 5:6-10). Mira, mi amada y escogida niña y hermana en el Señor, esto te escribo desde el segurísimo fundamento de la Verdad eterna.

Oro y deseo que te encomiendes, tanto en lo interior como en lo exterior, a Cristo Jesús y sus méritos, creyendo y confesando que solo su preciosa sangre es tu limpieza, su justicia tu piedad, su muerte tu vida, y su resurrección tu justificación. Porque Él es el perdón de todos tus pecados, sus sangrantes heridas tu reconciliación, y su triunfante fortaleza la consolación y apoyo de tu debilidad, como te mostramos antes desde las Escrituras, conforme a nuestro pequeño don.

Sí, queridísima niña y hermana: viendo que hallas y sientes tal espíritu en ti, deseosa de seguir lo bueno y aborreciendo lo malo, y a pesar de que el resto de pecado que queda en ti no está muerto, como ha sido el caso con todos los santos que se lamentaron desde el principio, como hemos dicho, puedes por lo tanto descansar segura de que eres una hija de Dios y de que heredarás el reino de la gracia en gozo eterno con todos los santos. «En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu» (1 Jn. 4:13).

Oro sinceramente que puedas entender correctamente, por la fe, esta base de la consolación, fortaleza y aliento para tu conciencia y alma perturbadas, y que permanezcas firme hasta el fin. Te encomiendo, muy amada niña y hermana, al fiel, misericordioso y favorable Dios en Cristo Jesús, ahora y para siempre. Deja que Él haga contigo y con todos nosotros de acuerdo a su bendita voluntad, ya sea que permanezcas en la carne un poquito más con tu amado esposo e hijos, o fuera de la carne para honra de su Nombre y la salvación de tu alma. Tú irás adelante y nosotros seguiremos, o nosotros adelante y tú seguirás. Alguna vez ha de llegar la separación.

En la ciudad de Dios, en la nueva Jerusalén, nos buscaremos el uno al otro. Delante del trono de Dios y del Cordero, cantaremos aleluya y alabaremos su Nombre con perfecto gozo. Encomiendo a tu esposo e hijos a Aquel que te los ha dado. Él se encargará de ellos. Que el poder salvador de la santísima sangre de Cristo sea con mi más amada niña y hermana, desde ahora y para siempre, amén. Tu hermano que sinceramente te ama en Cristo.