La roca eterna

Autor artículo: 
Sánchez Llamas, Juan

Decía William Gurnall: “Un cristiano siempre debería estar dando o recibiendo buenas cosas, y no le conviene la compañía que ni las da ni las recibe. ¿Qué hace un mercader donde no hay nada que vender ni comprar?”. Pero no siempre es fácil conocer el lugar al que Dios nos ha llamado. Por supuesto, jamás hemos de acompañar a los impíos en su pecar. Pero, por otro lado, no debemos salir del mundo (cf. Jn. 17:15), puesto que somos su luz, y la luz no “se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa”. (Mt. 5:15).
Ayer estuve en una de esas comidas de trabajo tan habituales en estas fechas navideñas. El tiempo que allí pasé me ha llevado a reflexionar sobre diversas cuestiones relacionadas con la fe. Por ejemplo: ¿Por qué los creyentes nos gozamos tan poco en una salvación tan grande? Nuestro pecado, ciertamente, nos estorba. Satanás nos acecha, y de mil maneras nos tienta y trata de arrebatarnos el gozo de la salvación. Sin embargo, la Palabra, una y otra vez, nos insta a dirigir la mirada a Cristo, el cual suple todas nuestras carencias y transforma nuestras miserias en gloria. En Él tenemos la perfección que exige la Ley de Dios, de tal manera que “lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Lc. 18:27).
Dice la Escritura: “No hay justo, ni aun uno” (Ro. 3:10). Y fácilmente asentimos con la cabeza sin creer, realmente, en nuestro interior. El corazón, siempre ávido de gloria humana, confía en que aún le queda algún resquicio de bondad y que, por tanto, puede añadir algo a la obra de Cristo. Pero, ¿qué nos enseña la Palabra: “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Flp. 2:13). Y: “Las cuales [las buenas obras] Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas” (Ef. 2:10). Ciertamente, no todos los creyentes producen los mismos frutos (cf. Mt. 13:8), sino “conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Ro. 12:3). Y ¿qué afirma el apóstol en otro lugar?: “He trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Co. 15:10). Así que nuestro buen Dios no solo concede la fe, sino también los frutos que proceden de la misma.
Pero el verdadero creyente, lejos de permanecer indolente bajo el pretexto de que la obra es de Dios, demostrará su fe por medio de la diligencia (cf. Stg. 2:18; Mt. 7:16-20). Porque, cuando Dios se propone bendecir, primero ablanda el corazón endurecido por el pecado (cf. Ez. 36:26) y, después, despierta en él hambre y sed de justicia (cf. Mt. 5:6), que le lleva a buscar a Dios de madrugada (cf. Sal. 63:1). Y esto no porque pretenda alcanzar su propia justicia o ganar algún mérito, “ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él” (Ro. 3:20), sino porque los mandamientos del Señor son su delicia y en obedecerlos encuentra su verdadera satisfacción (cf. Sal. 19:7-11; 119:9-16).
Decía John Charles Ryle que, si el creyente parecía al incrédulo una persona seria y sombría, se preguntara si él mismo no sería la causa, ya que es un triste espectáculo contemplar a quien “perece por falta de conocimiento” (Os. 4:6). Asaf, en la necedad que manifiesta al principio del salmo 73, envidia a los impíos por parecerles dichosos, y se lamenta de haber limpiado su corazón en vano (cf. Sal. 73:13). Le parece que la santidad no es provechosa, pues quienes viven ajenos a ella logran con creces los antojos de su corazón (cf. Sal. 73:7). Pero el salmo 1 nos declara quiénes son verdaderamente felices. El propio Asaf, finalmente, entra en razón cuando considera el fin de los impíos.
¿Para qué, pues, se afanan los hombres por obtener riquezas, placeres, fama o cualquier otra vanidad que este mundo pueda proporcionarles? En palabras de William Jenkyn: “Abandonar a Cristo por el mundo es dejar un tesoro por una bagatela [...], la eternidad por un momento, la realidad por una sombra”. Dicen algunos: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Co. 15:32). Otros, aparentemente menos terrenales, procuran hacerse un nombre que pase a la posteridad. Pero fuera de la Roca Eterna, que es Cristo, todo lo que el hombre edificare, caerá (cf. Mt. 7:24). ¡Cuán lamentable y trágico es vivir sin esperanza en el mundo! Solo un necio, cuyos ojos no han sido abiertos a la realidad, que está muerto en sus delitos y pecados (cf. Ef. 2:1), puede vivir de espaldas a la vida eterna.
Por tanto, únicamente el creyente es feliz, pues puede decir: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Co. 15:55). A pesar de las continuas luchas que mantiene con Satanás, el mundo y la carne, puede mirar de frente a la muerte y declararle: “No tienes ningún poder sobre mí, porque Cristo ya te venció en la cruz por medio de su muerte”. De manera que –en palabras de John Owen-- la muerte ha muerto en la muerte de Cristo. Pero el incrédulo no percibe la gloria de esta verdad, ya que sus ojos permanecen cerrados (cf. 1 Co. 2:14). Cual bestia sin entendimiento, prosigue su camino a la perdición. Sabe que la muerte le espera, pero prefiere no pensar en ello. Considera más sabio disfrutar de la vida y olvidar sus problemas. “La muerte es un mal inevitable –razona-- y, por tanto, de nada sirve preocuparse por ella”. Y, así, mete la cabeza bajo tierra, cual avestruz, para no enfrentarse a la realidad.
Alguno dirá: Percibiendo yo esta realidad tan claramente, ¿cómo puedo hacérsela ver a los incrédulos? ¿Quizá por medio de razonamientos o sabiduría humana? (cf. 1 Co. 2:4). Antes bien, la fe es un don de Dios (cf. Ef. 2:8), que Él concede a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Por nuestra parte, procuraremos dar un fiel testimonio de la misma, pero tan solo a Dios corresponde implantarla en el corazón de los pecadores. Por tanto, seamos siempre fieles a Él y, después, esperemos en Aquel que hace todas las cosas bien.
Decía William Bates: “Si los ateos, en su impiedad, consideran que no hay Dios, ¿por qué lo invocan en sus adversidades? Y, si lo hay, ¿por qué lo niegan en su prosperidad?”. Muchas veces oímos decir que la salud es lo más importante. Todo lo demás puede estar o no, pero ¿de qué servirá si no se goza de salud? Cristo dijo: “¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mt. 16:26). Y en otro lugar: “No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mt. 10:28). Todos sabemos que la salud, tarde o temprano, faltará. De hecho, el mundo entero ha de perecer: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt. 24:35). Pongamos, por tanto, nuestra esperanza en aquello que permanece, en la Roca Eterna, y no en un mundo que tan solo es mera apariencia, y que pasará como la flor de la hierba (cf. 1 P. 1:24-25; Sal. 103:15-16; Job 14:1-2; Os. 13:3; Stg. 4:14).