La sabiduría de Dios y la locura de los hombres

Autor artículo: 
Sánchez Llamas, Juan
La sabiduría de Dios y la locura de los hombres

El tiempo que nos ha tocado vivir no es muy distinto de épocas anteriores. Como afirmara el rey Salomón hace miles de años, “nada hay nuevo debajo del sol” (Ec. 1:9). Es cierto que en el campo de la tecnología y la ciencia se han producido grandes cambios, pero éstos ni siquiera han traído bienestar material a la humanidad (la gran mayoría de la población mundial sigue viviendo en la miseria), cuánto menos, gozo y paz verdaderos. De hecho, el progreso tecnológico y científico, a la luz de los grandes males que asolan nuestro planeta, no parece más que bagatelas que entretienen a los hombres por algún tiempo, pero que no contribuyen en absoluto a la resolución del verdadero problema del hombre.
Mientras tanto, los enemigos de Dios, lejos de reconocer esta realidad, se levantan contra su Creador e intentan destronarlo. Proclaman que todas las religiones son un mito, producto de la imaginación y fantasía de hombres del pasado, ignorantes de los grandes descubrimientos de la ciencia. Sin embargo, en lugar de olvidarse para siempre de Dios (pues sus conciencias no dejan de aguijonearles), alocadamente acometen una y otra vez contra la santa verdad, tratando por todos los medios de derribarla. Pero no hacen sino golpear contra una roca firme e inquebrantable que, al final, los aplastará a ellos, a menos que se arrepientan de su maldad y supliquen clemencia a aquel cuya “misericordia es de generación en generación a los que le temen” (Lc. 1:50). Seamos, pues, prudentes y no olvidemos aquella admirable sentencia del apóstol Pablo donde declara que “Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Te. 2:11-12). Cuidémonos de jugar con fuego y busquemos el arrepentimiento entre tanto que se dice hoy, porque el mañana nos es como una neblina incierta. No seamos tan insensatos de menospreciar la gracia que Dios, en su infinita misericordia, nos ofrece cada día de nuestra vida sobre la tierra. 
Es terrible considerar cómo la sabiduría de este mundo es necedad para Dios. Porque los grandes sabios de este mundo, si bien han podido disfrutar de cierta luz racional, de poco les ha aprovechado. Antes bien, en lugar de glorificar y honrar al Creador mediante los dones que éste les ha concedido, los han utilizado para alzarse en rebelión contra Él. Siendo, pues, ésta la condición de todo ser humano (no importa cuánta gloria y majestad aparente), dejemos ya de idolatrarlo y volvámonos al único Dios verdadero, en quien reside toda la ciencia y la sabiduría. Todo hombre vano y presuntuoso, sabio en su propia opinión, aunque pueda ser tenido por los demás hombres en la más alta estima, no es, en realidad, más que una bestia enloquecida, privada de razón y cordura. A aquellos cuyos ojos, por la gracia de Dios, han sido abiertos, el evangelio (que para los incrédulos es locura) se presenta, como en verdad es, “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Ro. 1:16), mientras que la palabra de los hombres les es muerte y falsedad, el discurso del diablo.
¿En qué posición te encuentras tú, querido lector? Cuando Cristo preguntó a sus discípulos si también ellos se querían ir, Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6:68). Y esto no de sí mismo, sino que Dios le había concedido que creyera en el Hijo del hombre. No nos engañemos: no es posible una posición neutral que nos exima de nuestra responsabilidad. La pretendida objetividad de lo que, en realidad, es pseudo-ciencia, cuando trata asuntos que trascienden lo estrictamente científico, no es más que falacia. Si estos “científicos” fueran más honestos y modestos, dejarían las cuestiones fundamentales de la existencia a los filósofos y teólogos, es decir, a aquellos que no pretender demostrar nada empíricamente, sino tan sólo defender su fe a partir de una serie de argumentos. Intentar ir más allá es inútil, ya que jamás se conseguirá demostrar nada acerca de las grandes preguntas de la vida. De hecho, los creyentes no predicamos otra cosa que la fe en el Hijo de Dios y en su palabra de salvación para todo el que lo recibe. La fe no tiene nada que ver con demostraciones. Si alguno pretender creer sólo cuando se le muestre alguna prueba, ha confundido el orden, pues más bien ocurre al contrario: primero, se recibe la fe por el oír la palabra de Dios (cf. Ro. 10:17) y, después, Dios, en su gracia, nos confirma la fe mediante la revelación secreta de su Espíritu Santo.
Recordemos que, en el día del juicio final, todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo (cf. Ro. 14:10). Allí no nos servirán las excusas. Nadie podrá alegar que, aunque no profesó la fe cristiana, al menos practicó la tolerancia y el respeto a la libre conciencia de su prójimo, porque la realidad es que Jesucristo afirmó: “El que no es conmigo, contra mí es, y el que conmigo no recoge, desparrama” (Mt. 12:30). Y, ya que no caben posiciones intermedias o neutrales, haremos bien en meditar seriamente cómo responderemos a estas palabras.
Si alguien alega que existen muchas religiones en el mundo y no puede saber cuál de ellas es la verdadera, suponiendo que alguna lo fuera, yo le respondería que sólo el Dios de la Biblia ha confirmado su palabra, compuesta por muy diversos autores de muy diferentes épocas, con muchas obras portentosas y milagrosas, y mediante el cumplimiento de todas sus promesas (exceptuando las que aún están por cumplirse, con relación a la segunda venida del Hijo de Dios al final de la historia). Es también una señal del poder y la gracia de Dios el que, a pesar de todos los enemigos que se han levantado contra su palabra, ninguno haya podido destruirla jamás, sino que ha permanecido hasta nuestros días (y seguirá permaneciendo hasta el fin). En las propias palabras de Jesucristo: “Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido”. (Mt. 5:18); “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt. 24:35).
Pero, para llegar a creer en Dios, como afirmaba el versículo que antes citábamos (más allá de todo razonamiento humano), en última instancia sólo tenemos su santa palabra. Como también declaró el Señor en la parábola del rico y Lázaro: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos” (Lc. 16:31). Por tanto, haríamos bien en leerla y dejarnos alumbrar, guiar e instruir por ella.
Desechemos ya nuestra fe en el ser humano. Consideremos, en nuestro “avanzado” siglo XXI, adónde nos ha traído el progreso. ¿Acaso el humanismo (la religión sin Dios, tan popular en Occidente en nuestros días) ha acabado con las guerras, el hambre, la enfermedad, el egoísmo, la envidia, el rencor, la codicia, el fraude, la traición, el homicidio, etc., en nuestro mundo? Y, puesto que obviamente no es así, ¿cuándo nos parece que se alcanzará esta utopía en un mundo de pecado, como es el nuestro? ¿Podrá el hombre, con toda su ciencia, tecnología y progreso, traer realmente prosperidad y bienestar a nuestro mundo? Los que creemos en Dios, rotundamente respondemos que no. Pero, al mismo tiempo, lejos de caer en el fatalismo, abrigamos una mejor esperanza, porque no ponemos la mira en las cosas que se ven, las de la tierra, sino en las que no se ven, las del cielo (cf. Ro. 8:24; Col. 3:2). Y convocamos a todos los pecadores al arrepentimiento, para que también ellos puedan participar de estas cosas, porque “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co. 2:9).