MUÉSTRAME TU FE SIN TUS OBRAS, Y YO TE MOSTRARÉ MI FE POR MIS OBRAS

Autor artículo: 
Guerra Marente, Javier

Vamos a ver ALGO DE SUMA IMPORTANCIA y en lo que solamente se puede caminar de forma correcta si eres alguien salvo y regenerado por la pura gracia de Dios. El hombre natural, carnal y sensual, siempre se estará bamboleando entre un extremo y otro, y nunca dará con el equilibrio preciso.

Veamos qué dice un pasaje muy cortito, Efesios 2:8-10:

“8  Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios;

9  no por obras, para que nadie se gloríe.

10  Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”.

Tradicionalmente, tanto el catolicismo romano como el arminianismo han tenido una gran confusión entre lo que es justificación y lo que es santificación, mezclando ambas. En estos dos sistemas, Dios salva por medio de la fe en Jesucristo, una salvación ofrecida a toda la humanidad, sí, pero, pudiera decirse así, “tú debes poner tu parte”.

Sin embargo, en el protestantismo también se ha incurrido en ocasiones en algunos excesos que han provocado errores. No digo que sean malintencionados, en absoluto, de hecho han estado motivados por un deseo de no robar ni un 1% de su gloria a Dios. Normalmente, al enseñar sobre este pasaje, se ha hecho muchísimo énfasis en los versículos 8 y 9, pero no en el 10: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”. Sea como fuere, muchas veces se ha caído a un lado u otro de esta delgadísima línea: o a confundir la santificación con la justificación, creyendo que el hombre puede alcanzar ésta mediante las obras, o a pensar que con “creer” intelectualmente, saber y conocer de Dios, basta (cuando no es lo mismo “conocer a Dios” que “conocer muchas cosas de Dios”), o al fariseísmo o al antinomianismo. Si, por un lado, algunos han errado atribuyendo a las buenas obras un lugar no justificado en la Escritura, es cierto que, por otra parte, algunos han fallado en no dar a las buenas obras el lugar que les corresponde según la Escritura. Si, por un lado, ha sido un error serio el adscribir nuestra justificación a nuestro hacer, prácticamente, antes que a Díos, por otra parte, los otros son culpables al negar a las buenas obras casi relevancia.

No hay contradicción alguna en la Biblia entre fe y obras, pues las segundas son consecuencia de la primera. Lo que ocurre es que, como la naturaleza humana es lo que es como resultado del pecado, hay épocas particulares de la historia de la Iglesia que han necesitado un énfasis especial en cuanto a aspectos específicos de la verdad. No hay conflicto alguno, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, entre los sacerdotes y los profetas, entre los que hacían énfasis en las obras y los que hacían énfasis en la fe. Había quienes subrayaban falsamente aspectos específicos de la verdad, y necesitaban ser corregidos. Lo que quiero destacar es que cuando el énfasis sacerdotal ha estado muy en boga, lo que se necesita sobre todo es el énfasis en el elemento profético. O, en otras épocas, cuando ha llamado la atención excesivamente lo profético, es necesario restablecer el equilibrio, recordar a las personas lo sacerdotal y destacarlo. Pues lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento. No hay contradicción verdadera entre Santiago y Pablo. Los que dicen que en su enseñanza se contradicen mutuamente, o que Santiago refuta la justificación solo por fe, tienen una visión muy superficial del Nuevo Testamento. No se contradicen, sino que cada uno de ellos, debido a ciertas circunstancias, fue inspirado por el Espíritu Santo para enfatizar ciertos aspectos de la verdad. Santiago trata evidentemente con personas que tendían a afirmar que, si alguien dice creer en el Señor Jesucristo, todo lo demás no importa, no hay que preocuparse de nada más. Lo único que se les puede decir a tales personas es: “La fe sin obras está muerta”. Pero si uno trata con personas que están constantemente centrando la atención en lo que se hace, con personas que hacen énfasis en las obras, entonces hay que ponerles de relieve este aspecto y elemento tan importante de la fe.

Realmente, ni siquiera se puede decir que Pablo no hablase de la santificación, como hemos visto en el pasaje de Efesios, o como vemos en Romanos 6:1-3: “¿Qué, pues, diremos? ¿Permanezcamos en pecado para que la gracia abunde? ¡En ninguna manera! Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿O ignoráis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte?”. Nadie deja de tener pecado por ser salvo y haber sido regenerado (normalmente, lo que ocurre es que suelen ser pecados distintos a los de los incrédulos). Pero nadie que ha sido regenerado no empieza a andar un camino por el cual intenta conocer cada vez más cuál es la voluntad de Dios y ponerla en práctica. No tendría sentido, en caso contrario, pues sería una contradicción, que en la Biblia se hablase a la vez de que la salvación es gratuita por la gracia de Dios por medio de la fe en la sangre de Jesucristo y de que sin la santidad nadie verá a Dios. No podemos ignorar que el corazón de los regenerados estará tan influido por la autoridad y mandamientos de Dios a la obediencia, como si les fueran dados para su justificación.

“Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19).

La vida de los santos en el cielo es la culminación de la que han vivido en la tierra. Hasta la muerte seguirán conservando restos del pecado que tenían antes de ser justificados gratuitamente por Dios, pero si no han tenido ninguna comunión con Él en esta vida no la tendrán en la eternidad. Mirad Proverbios 4:18: “La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta llegar a pleno día”. Es decir, la muerte no es el “lavamiento” de nuestros pecados que nos da la santidad con la que veremos a Dios. Sería absurdo, pues ¿de qué habría valido la muerte de Cristo, en ese caso? La nueva naturaleza no nos la da nuestra muerte física, sino la de Cristo, a través de la cual Dios nos justifica, como si nunca hubiéramos tenido pecado. La muerte no efectúa ningún cambio vital en el corazón. Es verdad que al morir, como he dicho, los restos del pecado serán dejados por completo atrás por el santo, pero no se le impartirá ninguna nueva naturaleza. Si para entonces no odia el pecado y ama la santidad, no los va a odiar o amar respectivamente, después.

Si aquí has sido un demonio, tras morir seguirás siendo un diablillo camino del infierno. No hay nadie que realmente desee ir al infierno. Pero sí hay muchos que desean salvar el pellejo, aunque no estén dispuestos a abandonar el camino ancho que lleva allí. No es que las buenas obras sean causa de la salvación, como si “proporcionaran “derecho” a ir al cielo, sino que son uno de los medios que utiliza Dios para llevarnos allí.

¿Por qué agradan a Dios nuestras buenas obras? Para su gloria. Así dijo Jesús: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, de tal modo que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16). No es para que los hombres vean nuestra propia gloria, ni para que nos jactemos de nada, es para que vean la gloria de Dios. Las “buenas obras” no sirven para llamar la atención hacia nosotros mismos, sino hacia Aquel que las obra en nosotros. ¿La verán? Seguramente no. Normalmente, nos vituperarán por ello, se mofarán y hasta nos tacharán de “locos fundamentalistas”. Pero, a eso añade Pedro: “Manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que os calumnian como a malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al observar vuestras buenas obras” (1 Pedro 2:12). A Jesucristo lo calumniaron y lo levantaron en una cruz bien alto para que lo vieran como si fuera un malhechor. A nosotros puede que no lleguen a tanto, pero, en cualquier caso, en el día del Juicio, cuando todo quede manifiesto, todos los hombres que hayan pisado la faz de la tierra, sean destinados a la gloria eterna o a la eterna condenación, glorificarán y reconocerán la justicia de Dios en estas obras.

Los incrédulos, en consecuencia, al valorar las obras según estándares humanos, no pueden conocer cuáles agradan a Dios. Suponen que lo que el hombre considera buenas obras, Dios lo aprueba también, y por ello permanecen en oscuridad total porque su entendimiento está cegado por el pecado, hasta que el Espíritu Santo los vivifica para nueva vida, sacándolos de la oscuridad a la maravillosa luz de Dios. Quiero decir: no es que los incrédulos no hagan cosas humanamente encomiables y dignas de elogio. El hombre no regenerado es capaz de ejecutar obras que en un sentido civil y natural, aunque no en el sentido espiritual, son buenas. Pueden hacer cosas que, externamente, en cuanto a su materia y sustancia, son buenas, pueden ser caritativas y humanitarias, pero, sin embargo, el móvil principal de estas acciones, su falta de piedad, las hace harapos (“trapos de inmundicia”, como las calificó el profeta Isaías) a la vista de Dios. El hombre no regenerado puede, debido a la gracia común de la muerte de Cristo, que beneficia a todos, sean hijos de Dios o no lo sean, amar a sus familiares y ser buen ciudadano. Puede respetar las leyes. Es capaz también de donar una millonada para la construcción de un hospital o un orfanato, o de dar grandes cantidades de dinero a los pobres, pero no puede dar ni un simple vaso de agua fría a un discípulo en el nombre de Jesús. Si dicho hombre fue un borracho, puede que logre abstenerse de la bebida por razones utilitarias, para no tener una buena resaca y un buen dolor de cabeza al día siguiente. Sin embargo, jamás podrá hacerlo por amor a Dios. Todas sus virtudes comunes o buenas obras tienen un defecto fatal, y es que los motivos que las generan no tienen como fin el glorificar a Dios: un defecto tan fatal que totalmente oscurece todo elemento de bien en el hombre.

Por eso, algunos escucharán algún día, cuando enumeren todas sus obras como defensa, como intento de autojustificarse, como respuesta: “Nunca os conocí, apartaos de mi, hacedores de iniquidad. Nunca fuisteis hacedores de la voluntad de Dios”. No importa lo buenas sean las obras en sí mismas, si el que las hace no está en armonía con Dios, ninguna de dichas obras será espiritualmente aceptable. Normalmente, se sentirá autojustificado y bien consigo mismo por su propia justicia. Pero no seguirá el ejemplo de Cristo, quien todo lo que hizo, lo hizo en obediencia a su Padre, quien “No se agradó a sí mismo” (Romanos 15:3), sino que en todo momento estuvo haciendo la voluntad de Aquel que le había enviado (Juan 6:38). Como dijo el salmista: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:8). La obediencia del creyente no puede ser servil o temerosa de un castigo, pues no sería aceptable. Solo puede venir del simple y puro amor a Dios y al prójimo.

Como dice Pablo en el versículo 10 de Efesios 2, estas buenas obras estaban preparadas por Dios de antemano. Para cuando nos justificara gratuitamente por la fe en Jesucristo. Este es el paso previo. Sin eso, esas buenas obras nunca estarán en nosotros, nunca las produciremos. Aún estando regenerados, los creyentes no son capaces de pensar un buen pensamiento o ejecutar una buena obra por sí mismos (2 Corintios 3:5). Todo lo contrario: es Dios que obra en ellos “tanto el querer como el hacer según su voluntad” (Filipenses 2:13). Ni los abrojos producen uvas, ni los cardos producen higos. Pues el hombre no regenerado tampoco puede producir obras aceptables a Dios. Hemos de ser creados de nuevo, nacer de nuevo (ya lo vimos hace dos semanas), que la gracia de Dios sea implantada en nuestro corazón y que el Espíritu Santo more en nosotros. Solo así, ante nuestra incapacidad, doblaremos las rodillas (espiritualmente) ante Dios, le pediremos que nos haga perfectos para toda buena obra, seremos vaciados de nuestra autosuficiencia, y comprendemos que todas nuestras fuentes se hallan en Dios, y con ello descubrimos que podemos hacer todas las cosas por medio de Cristo, que nos fortalece (de hecho, creo que, seguramente, tras un período de “luna de miel” con Dios justo tras la justificación, se aparta un poco de nosotros para que veamos que sin Él no podemos hacer nada).

Y podremos decir:“¿A quien tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti, nada deseo en la tierra” (Salmo 73:25).