POR QUÉ CREO EN DIOS

Autor artículo: 
Berthoud, Jean-Marc
Por qué creo en Dios

En esta ocasión, tenemos el placer de ofrecer a nuestros lectores un interesante texto autobiográfico de Jean-Marc Berthoud (recientemente traducido del francés), donde relata brevemente su experiencia de conversión. Una vez más, confiamos en que sea de edificación a nuestros lectores.

Abatida hasta el polvo está mi alma;

Vivifícame según tu palabra.

Te he manifestado mis caminos, y me has respondido;

Enséñame tus estatutos.

Hazme entender el camino de tus mandamientos,

Para que medite en tus maravillas.

Se deshace mi alma de ansiedad;

Susténtame según tu palabra.

Aparta de mí el camino de la mentira,

Y en tu misericordia concédeme tu ley.

Salmos 119:25-29

No buscaba a Dios. Formaba parte de esa clase de hombres –tan común hoy en día—que encuentra una justificación a su existencia en la intensidad de sus sentimientos. Provisto de una gran sensibilidad, me situaba por encima del común de los mortales, entre esa élite que Stendhal llamaba los happy few, esos elegidos cultos, sensibles e inteligentes cuya vida no está limitada por la banalidad y mediocridad de la plebe.

No he elegido a Dios. De hecho, me era indiferente. Esa hipótesis no era más necesaria para el buen funcionamiento de mi psiquismo de lo que lo era para el universo mecánico de Laplace. Otros podían interesarse por ello, yo no. Y cuando mi hermano me hablaba de un amigo común que había tenido una experiencia extraordinaria de Dios, me reía en su cara finamente. ¡Semejantes cosas, simplemente, no existían! Él consideraba, sin embargo, más prudente guardar silencio.

Es que Dios no me interesaba, no que me opusiera a Él: ¡eso le habría concedido demasiada importancia! Él no merecía tanta atención. No se trataba de que yo hubiera sido criado en un medio laico y profano, precisamente al contrario. Mis padres habían dejado las comodidades de una vida desahogada en Suiza para seguir en África su imperiosa vocación de misioneros. Y no imaginemos ahí un cristianismo hipócrita y de fachada. Una fe vivida a través de dificultades, de sacrificios y de pruebas. Una fe vigorosa y alegre fundada en la Biblia, constantemente leída y meditada en familia y, sobre todo, obedecida costara lo que costara. Una fe llena de sabores de la vida y de ese perfume salvaje que desprende la tierra seca, regada de repente por la lluvia bienhechora de las primeras tormentas de verano.

Admiraba, respetaba y amaba a mis padres. Ninguna rebeldía contra ellos pero, para ser sincero, su religión no me interesaba. Para ellos ciertamente era útil; yo no la necesitaba, me bastaba a mí mismo. La intensidad de mis sentimientos justificaba mi existencia. Podía sin esfuerzo pasar de su Dios. No que no haya tenido inquietudes, pero semejantes angustias formaban parte de mi situación existencial, que se bastaba a sí misma.

En 1960, dejé mi Sudáfrica natal para seguir unos estudios de historia en la Sorbona. La dejé fichado por la policía secreta, bautizado con el título de comunista por mi indignación expresada imprudentemente frente a las escandalosas injusticias del racismo de mi patria. ¡Pero jamás me he dejado engañar por las sandeces reduccionistas del marxismo! Descubrí entonces un París fascinante que satisfacía mi sed de luz, de claridad y de equilibrio humano. Pero el encantamiento apenas duró. Rápidamente descubrí que, bajo el barniz de esta sociedad que lanzaba la piedra a mi país, se ocultaba una concentración de corrupción, de iniquidades y de indiferencia por los hombres que, por contraste, hacían de Sudáfrica un paraíso. Era la época en la que el gnomo del Barrio Latino, Jean-Paul Sartre, reinaba aún como maestro de las ideas y de las costumbres. Por su doctrina y su ejemplo, él encendía –en un Pol Pot, por ejemplo—la mecha de un nuevo genocidio socialista.

Con la exaltación de mis sentimientos, de mi yo, venía también infaliblemente el hastío de ese infierno que son los otros, el horror de un mundo irremediablemente podrido, un mundo donde los buenos sentimientos no eran con demasiada frecuencia más que la máscara sonriente de las peores bajezas. El bien estaba en mí, el mal en el mundo. Este hastío se veía reforzado por mis investigaciones. Estas estaban consagradas a la historia de la colonización de la cuenca del río Congo, antes de la Primera Guerra Mundial. El Congo fue entonces entregado por el poder colonial belga y francés a una libertad de comercio desprovisto de todo freno político. El resultado de semejante sed de lucro en estado puro –ese corazón de las tinieblas del que habla con tanta exactitud Joseph Conrad, quien vivió tal horror– fue una barbarie sin nombre que provocó más de cinco millones de muertos entre los indígenas y abrió la puerta de par en par a la era de los genocidios.

Pero mi indignación tomaba impulso. ¿De dónde, entonces, podía venir esta abdicación sin parangón del poder político frente a la agresividad sin freno de la búsqueda del provecho, de los dividendos? ¿De dónde podía, entonces, provenir semejante ruptura entre la ética y el comercio, entre la ética y la política? Me era necesario remontar el curso de la historia –¡mis investigaciones conocían en aquel momento tal desbordamiento que se volvían académicamente intratables!—y descubrí el enfrentamiento sin tregua en nuestra vieja Europa de dos civilizaciones: la del ser y la del parecer; la de las apariencias –el sentir de todas las épocas, que conquista hoy a las almas por los encantos de la pequeña pantalla—y la de las realidades temporales, morales y espirituales. Una civilización campesina, nobiliaria y artesanal opuesta a la civilización de la corte, de la banca y de los fastos de una religión de fachada ferozmente perseguidora. La época de la Reforma y del Renacimiento fue uno de los últimos grandes momentos de la historia de Europa, donde se enfrentaron abiertamente y, casi en igualdad de condiciones, estos dos modelos de civilización.

Descubrí en mis estudios, llevados al extremo de examinar el estilo como expresión de estos dos mundos, que la huella de esta oposición se encontraba hasta en la poesía. Porque este combate era también el de dos estéticas: una donde el acento se pone en la búsqueda formal de la belleza –Petrarca, Ronsard, Malderbe e, incluso, Racine—y otra donde el estilo fuertemente trabajado es puesto, ante todo, al servicio de la expresión más adecuada posible de la verdad. Es la tradición de Rutebeuf, de Eustaquio Deschamps, de Villon, de Teodoro de Beza y de Agripa d’Aubigné, tras su conversión; finalmente, de Molière, de un Bernanos e, incluso, de un cierto Céline. Semejante búsqueda de verdad en la literatura me condujo a estudiar a los prosistas del siglo XVI, para descubrir lo que ellos podían aportar también a la explicación de nuestra historia común. Así es como me topé con Juan Calvino, ¡por la vía de su estilo!

Fue entonces, un domingo de primavera por la noche, a mediados de los años sesenta, cuando sobre un andén de la estación de Neuchâtel, todo se tambaleó. Yo esperaba el tren que debía llevar a su casa a una amiga con la que acababa de pasar una jornada alegre y apacible. De un instante a otro, todo lo que yo era, todo aquello por lo que había trabajado durante tantos años se vino abajo. Perdí de un golpe y, me pareció que irremediablemente, el sentimiento mismo de existir. La sensación de la presencia de mi cuerpo me había abandonado. Tocaba mis manos, mi cabeza, mis pies…, no había nada. Y esta amiga, turbada, me preguntaba: «¿Dónde estás?». Al igual que Adán ante la misma pregunta que le hacía su Dios, tras comer del fruto prohibido, yo no podía responder. Necesitaba constatar mi propia muerte de una vez por todas, mi muerte absoluta. Apenas podía ya considerar el suicidio. La cosa estaba hecha. Y todo ello sin angustia, pues todo sentimiento me había dejado. Solo me quedaba una fría lucidez. «¡Estoy perdido, definitivamente perdido!», era mi única respuesta a las preguntas de la amiga que se llevaba el tren.

Más tarde, mucho más tarde, comencé a comprender lo que me había sucedido: que Dios, en su misericordia, en un abrir y cerrar de ojos, había quitado el velo que cubría la vanidad de mi vida, mi orgullo sin límite, mostrándome en mi propia carne que el fruto, el único salario del pecado es, como siempre, la muerte; que sin Él yo estaba, en efecto, espiritualmente muerto. Él revelaba en mí mismo esta depravación, esta privación de sentido y de vida que, hasta entonces, me había horrorizado en los otros.

Pero la vida continúa, incluso para los que descubren que están muertos. Me volví, ido el tren, a la buhardilla que tenía alquilada a una familia de italianos, por encima de los jardines del Hôpital Portalès. Allí era donde me esperaba el texto de Calvino –el Tratado de los Escándalos—que yo estudiaba entonces y del que me encantaban la viveza, la precisión, el ritmo apasionado y el humor de un estilo que servía para trasladar un pensamiento vigoroso y fuerte. El libro estaba abierto sobre mi mesa, pero ya no era el estilo lo que iba ahora a llamar mi atención, sino el mensaje bíblico mismo.

Ese estado de anonadamiento existencial, sin embargo, no me dejaba. Pero el sentimiento de desesperanza estaba ausente y fue con la fría lucidez de que mi vida había terminado, como me senté ante el texto abierto sobre mi mesa. Y mi mirada fue atraída por estas palabras: «Cualquiera que en su angustia clame a Dios, Dios no lo dejará jamás». Yo ignoraba entonces que Calvino solo citaba aquí la promesa de un Salmo, pero este texto de la Palabra de Dios ya no me dejó. ¿Cómo, me preguntaba, pudo Calvino redactar semejante frase? Sí, por fin comprendo la angustia, pero un Dios inexistente, ¿cómo podría, pues, amparar a aquel que se confiara a su no ser? Pero espera, me dije, no lo sabes todo. Puede que el Dios de Calvino exista realmente. Y, siguiendo el ejemplo que de Pascal –y que yo ignoraba entonces–, hice mi propia apuesta: Si no existe, no tienes nada que perder; pero si existe, ¡encima puedes ganarlo todo! E, ignorando entonces igualmente todo sobre Charles de Foucauld, repetí la súplica desesperada que él dirigió durante tanto tiempo y sin descanso al Dios santo y todopoderoso, a quien nuestro pecado nos hace incapaces de alcanzar por nosotros mismos. Con la prudencia del que ya no tiene nada que perder, puse cuidadosamente las cosas en claro. Dije, en líneas generales, esto a Dios: «¡Seamos claros! Yo no creo en ti, pero no soy omnisciente. Si existes verdaderamente –lo cual dudo mucho—no es a mí a quien corresponde encontrarte, sino que eres Tú quien debes revelarte a mí».

E incluso a una fe tan incompleta, tan incrédula, el Dios todopoderoso y misericordioso responde. Como testifica Calvino citando al salmista, Dios salva por su gracia soberana y eficaz al hombre más desesperadamente perdido. No se produjo nada tangible. Mi estado de anonadamiento persistía y persistió aún muchos meses. Pero, desde ese instante, caí del mundo de pecado al reino de la gracia; de ese donde Satanás gobierna a los hombres, al reino de Dios y de su Cristo. Durante quince largos meses, la convicción de mi estado de pecado ante mi Creador santo y justo no hizo más que agrandarse, ante lo cual, maravillado, comencé a descubrir, al fin, que esa cólera impetuosa de Dios que yo merecía tan justamente, había recaído por mí en la cruz del Gólgota, sobre su Hijo bien amado, nuestro Salvador y Señor Jesucristo, Dios hecho hombre, único Mediador entre el Padre y los hombres.

Así es como el único y verdadero Dios, Creador del cielo y de la tierra, sostén infalible de su creación, Señor de la historia, soberano Legislador y Redentor de su pueblo –esta Iglesia que ha adquirido por el sacrificio de su Hijo en la cruz—se dio a conocer a mí. En mi asombro, descubrí que ese Dios era digno de toda mi confianza y que su Palabra escrita, la Biblia, era verdadera, totalmente fiable.

Ese Dios fue quien me condujo a cambiar de trabajo y a reconstruir una vida arruinada por el pecado, no consultando a un psiquiatra, sino trabajando cinco años como jardinero primero, diez años como transportista de maletas en la estación de Lausana después y ahora, como cartero. Ese Dios fue quien utilizó tales métodos para trabajar en la paciente transformación de mis pensamientos y, poco a poco, conformar mi inteligencia a las normas infalibles de su Santa Palabra. Es a la constancia de su gracia a la que debo creer en Él, vivir por Él, hoy. Es ese Dios quien nos conduce día tras día a trabajar para llevar todos nuestros pensamientos y todas nuestras acciones a la obediencia que debemos a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Él es, también –lo creo firmemente– quien me guardará en la vida eterna.

Lo alabo con todo mi corazón por su obra de Creador y de Redentor, obra de un esplendor y de una magnificencia incomparables. Es solo a Él, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a quien corresponde toda la gloria.

Traducción de Ester Sánchez Llamas