TÚ ERES PEDRO, Y SOBRE ESTA PIEDRA EDIFICARÉ MI IGLESIA

Autor artículo: 
Boettner, Loraine
Boettner, Loraine

Tras varias semanas de ausencia, volvemos a ofrecer a nuestros lectores una nueva publicación. En esta ocasión, se trata de un artículo escrito por el conocido teólogo estadounidense Loraine Boettner (autor de la La doctrina reformada de la predestinación), donde trata de desmontar la falsa idea sobre la que se erige toda la estructura de la Iglesia Romana: que el apóstol Pedro fue constituido papa sobre la Iglesia, de quien serían legítimos sucesores todos los subsiguientes obispos de Roma. Para lograr este objetivo, el autor analiza los pasajes sobre los que se intentan sustentar estas pretensiones, y ofrece las interpretaciones filológicas y teológicas más acordes al sentido de los mismos, en el contexto de todo el Nuevo Testamento.

Debido a la considerable extensión del artículo, hemos optado por dividirlo en dos, ofreciendo en esta entrada la primera parte del mismo. Esperamos que sea de edificación para nuestros lectores. 

«Viniendo Jesús a los términos de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos contestaron: Unos que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías u otro de los profetas. Y Él les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy? Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos» (Mt. 16:13-19, Nácar-Colunga).

Toda la estructura jerárquica de la Iglesia Romana se basa en la presunción de que, en Mateo 16:13-19, Cristo instituyó, en la persona de Pedro, el primer papa, y con él el papado, de manera que, si se destruyeran las pretensiones papales, toda la estructura católica se derrumbaría. Todo el sistema católico romano depende enteramente de la aserción de que Pedro fue el primer papa de Roma, y de que su autoridad continúa en la persona de sus sucesores. En este estudio nos proponemos demostrar que:

En Mateo 16:13-19 no se enseña que Cristo proclamó a Pedro papa de la Iglesia.
No hay prueba histórica de que Pedro hubiera estado en Roma.
Los escritos del Nuevo Testamento, aun los del propio Pedro, no aportan evidencia alguna de que esta apóstol hubiera sido investido con una autoridad superior a la de los demás apóstoles o a la de la Iglesia.
La piedra
«Y a ti te digo: tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia». Los romanistas citan a placer este versículo para tratar de probar la autoridad papal. Pero el original griego en modo alguno sustenta la tesis romanista. La palabra griega para «Pedro» es «petros», en género masculino, mientras que la palabra «piedra» («petra») es femenina, y no se refiere a una persona, sino a la confesión de la deidad de Cristo hecha por Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente».

Usando el nombre de Pedro, y haciendo un juego de palabras, Jesús dijo a Pedro: «Tú eres petros, y sobre esta petra yo edificaré mi Iglesia». La verdad que Pedro acababa de confesar era el fundamento sobre el cual Cristo edificaría su Iglesia. De entre los discípulos, Pedro fue el primero que vio en nuestro Señor al Cristo de Dios. Jesús lo elogia por este conocimiento tan profundo de su persona, y le manifiesta que sobre dicha verdad se edificaría la Iglesia.

Si Cristo hubiera querido significar el que la Iglesia iba a ser fundada sobre Pedro, no habría tenido sentido el cambio de la forma masculina de la palabra petros a la forma femenina petra. Y esto bien se deja ver por la traducción literal, aunque figurativa, con la que podría expresarse el original: «Y a ti te digo: tú eres el señor “Petros”, y sobre esta, la señora “Petra”, edificaré mi Iglesia». De esta traducción, que fielmente refleja el original griego, se desprende que el Señor Jesús se refería a la verdad confesada por Pedro como fundamento de la Iglesia. La palabra griega «petros» designa una piedra pequeña, algo así como un guijarro; mientras que la palabra «petra» sirve para indicar una mole rocosa inconmovible –en nuestro caso, la verdad confesada por Pedro: la deidad de Cristo.

Claramente nos dice la Biblia que la Iglesia está fundada «sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo» (Ef. 2:20). Y, en otro lugar, nos dice la Escritura: «Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo» (1 Co. 3:11). Sin este fundamento, la verdadera Iglesia cristiana no podría existir.

Si en Mateo 16:18 se enseñara que la Iglesia fue fundada sobre Pedro, entonces las palabras de nuestro Señor habrían sido distintas. Cristo habría dicho: «Tú eres Pedro, y sobre ti –piedra– edificaré mi Iglesia». O bien: «Tú eres Pedro, y sobre ti edificaré mi Iglesia». Pero esto no es lo que Cristo dijo; en sus palabras se encuentran dos declaraciones distintas, y la transición viene marcada por el cambio de sujeto y género.

Las puertas del infierno no prevalecerán sobre la Iglesia, pero sí que prevalecieron, poco más tarde, sobre Pedro. En el mismo capítulo 16 de San Mateo, y después de su memorable confesión, Pedro trata de persuadir a Cristo para que no sufriera la cruz: «Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca». A estas palabras Jesús contestó: «Quítate de delante de mí, Satanás, me eres escándalo; porque no entiendes lo que es de Dios, sino lo que es de los hombres» (Mat. 16:22-23). ¡Estas son en verdad palabras muy fuertes para esgrimirlas contra alguien que, según Roma, había sido investido papa!

En Getsemaní, y durante la agonía de Cristo, Pedro se durmió. Más tarde, su atolondrada acción de cortar la oreja del siervo, mereció la censura de Cristo. Sus alardes de valor, al decir que estaba dispuesto a morir por su Maestro, pronto se esfumaron, y más tarde, de una manera vergonzosa y con juramentos y maldiciones, negaba tres veces a Cristo. Incluso después de Pentecostés, Pedro cayó en el error, y su hipocresía mereció la reprensión del apóstol Pablo: «Viniendo Pedro a Antioquía, le resistí en la cara, porque era de condenar» (Gá. 2:11). (A pesar de todo, los romanistas sostienen que el papa es infalible en asuntos de fe y moral.)

Marcos, que –según la literatura cristiana primitiva– fue ayudante y compañero íntimo de Pedro, en la narración de la confesión de Pedro que nos da en su evangelio, no menciona lo de la roca (cf. Mr. 8:28-30). Cristo no fundó su Iglesia sobre un hombre débil y vacilante como Pedro. La Iglesia fue fundada en la confesión que Pedro hizo de la divinidad de Cristo.

Que Cristo no confirió a Pedro una posición o rango superior a los demás apóstoles claramente se desprende de la discusión que se suscitó más tarde entre estos acerca de quién sería el mayor. Para zanjar la cuestión, Cristo no reivindicó la pretendida supremacía de Pedro, sino que dijo: «Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos» (Mr. 9:33-35). «Sabéis que los que se ven ser príncipes entre las gentes, se enseñorean de ellas, y los que entre ellas son grandes, tienen sobre ellas potestad. Mas no será así entre vosotros: antes cualquiera que quisiere hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor; y cualquiera de vosotros que quisiere hacerse el primero, será siervo de todos» (Mr. 10:35-44).

Es importante notar que algunos de los Padres de la Iglesia, como san Agustín y san Jerónimo, interpretaron estos versículos de Mateo 16 de la misma manera que lo hacen los cristianos evangélicos; es decir, toman la palabra «piedra» como haciendo referencia a Cristo, y no a Pedro. Lo cual demuestra que, ni aun entre los Padres de la Iglesia existía unidad de parecer, como pretende Roma. Con respecto a este tema, el Dr. Harris dice:

El evangelio de Marcos, que según la tradición primitiva está tan asociado a la persona del apóstol Pedro, no menciona la palabra «roca» en la narración de la confesión de Pedro. Tampoco encontramos en las epístolas del propio apóstol Pedro ninguna reivindicación papal. En su primera epístola (cf. 1 P. 2:6-8), el apóstol se refiere a Cristo como la «piedra principal del ángulo», y no reclama para sí supremacía alguna; antes bien, se refiere a todos los creyentes como «piedras vivas» edificadas sobre Cristo, la cabeza del ángulo.

Una y otra vez las Escrituras se refieren a Cristo como la «Roca». En más de treinta y cuatro ocasiones, el Antiguo Testamento nos habla de Dios como la «Roca», «la Roca de Israel». En los pasajes mesiánicos (cf. Is. 8:14; 28:16 y Sal. 118:22), a Cristo se le designa como la Roca o Piedra en la que habíamos de creer. Estos pasajes se citan en el Nuevo Testamento y siempre son referencia a Cristo, y tal designación implica y presupone la divinidad de su persona; Él es la Roca, y los creyentes son las «piedras vivas» edificadas sobre Cristo».

Las llaves
«Y a ti daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que ligares en la tierra será ligado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos». Desde un buen principio admitimos que la interpretación de este versículo es difícil; de ahí la disparidad de criterios sobre su significado. Es importante notar, sin embargo, que la autoridad de atar y desatar no fue conferida exclusivamente a Pedro, pues, como leemos en el mismo evangelio de Mateo, dicha autoridad también fue conferida a los demás apóstoles: «De cierto os digo que todo lo que ligareis en la tierra, será ligado en el cielo; y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en el cielo» (Mt. 18:18).

Incluso los escribas y los fariseos poseían un poder semejante: «Mas ­ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; que ni vosotros entráis, ni á los que están entrando dejáis entrar» (Mt. 23:13). El significado de estas palabras no es difícil de inferir: por el hecho de que la Palabra de Dios estaba en las manos de los fariseos y de los escribas, estos –al exponer la Palabra al pueblo—tenían el poder de abrir la puerta del reino de los cielos; y, al esconder la Palabra al pueblo, le cerraban la posibilidad de acceso al mismo. Este poder era de carácter declarativo, y servía para anunciar las condiciones con las que Dios otorgaba la salvación, pero no implicaba en absoluto ningún poder para abrir o cerrar el reino de los cielos a nadie; solo Dios puede hacer esto, y nunca ha delegado en hombre alguno esta autoridad.

En Lucas 11:52, Jesús dice: «Ay de vosotros, doctores de la ley! que habéis quitado la llave de la ciencia; vosotros mismos no entrasteis, y á los que entraban impedisteis» (Lc. 11:52). La llave del conocimiento del camino de salvación, por el cual era posible la entrada al reino de los cielos, estaba en las manos de los fariseos; ellos eran quienes poseían la Ley de Moisés, y eran, por consiguiente, los guardianes de la Palabra de Dios. En este sentido poseían las llaves del reino de los cielos; y, en la medida en que fracasaron en la misión de proclamar la Palabra de Dios, fracasaron también en el uso del poder de las llaves: ni ellos mismos entraban en el reino de los cielos, ni dejaban entrar a los que querían entrar.

Notemos, además, que en las palabras de Jesús a Pedro no se habla de personas, sino de cosas: «Todo lo que ligares, todo lo que desatares». Los apóstoles, haciendo uso del poder de las llaves, desatarían a los creyentes de la primitiva Iglesia de ciertas prácticas y ceremonias del Antiguo Testamento, y en lugar de las mismas promulgarían –atarían—las nuevas disposiciones del evangelio a las prácticas de la Iglesia.

Las llaves simbolizan la autoridad de los apóstoles para abrir las puertas del reino de los cielos a través de la predicación del evangelio. Las consecuencias que se derivarían del uso de las llaves por parte de los apóstoles repercutirían aun en el mismo cielo. Con esta referencia a las llaves del reino, Jesús desarrollaba aquella figura simbólica, según la cual el reino de los cielos era como una casa construida sobre la roca (cf. Mt. 7:24). La entrada a la casa sería a través de la puerta de la fe. La puerta había de abrirse, primeramente, a los judíos, y luego a los gentiles. Y Pedro, que fue el primero en conocer y confesar la divinidad de Jesucristo, fue también el primero en abrir la puerta del reino. A él se le confirió el honor y la alta distinción de ser el primero en abrir la puerta de la fe a los judíos (cf. Hch. 2:14-42). Y, más tarde, también sobre Pedro recayó el alto honor de abrir las puertas del evangelio a los gentiles (cf. Hch. 10:1-48). Así pues, mientras que en este sentido las llaves fueron entregadas en primer lugar a Pedro, inmediatamente después fueron también dadas a los demás apóstoles, quienes a su vez también predicaron el evangelio tanto a judíos como a gentiles.

Por la autoridad de las llaves, Pedro no podía decidir quiénes habían de ser admitidos en el cielo y quiénes habían de ser excluidos –como pretende la Iglesia Católica al conferir tal autoridad al papa. La autoridad final es prerrogativa de Cristo, pues Él es «el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre» (Ap. 3:7). A través de la predicación del evangelio, Pedro y los demás apóstoles abrieron las puertas del reino de los cielos a todas las gentes –tanto judíos como gentiles. Este mismo privilegio –de abrir y cerrar las puertas de la salvación—ha sido dado también a cada cristiano, por cuanto el mandamiento que Cristo dio a su Iglesia fue el de predicar el evangelio y hacer discípulos en todo el mundo. El poder de las llaves es una facultad declarativa por parte de los siervos de Dios al proclamar el evangelio.

Bien podría decirse que todas las teorías romanistas se construyen sobre la interpretación que los teólogos católicos dan de estos dos versículos que hablan de la «roca» y de las «llaves». Sostienen que el poder dado a Pedro era absoluto y que fue transferido a sus sucesores, aunque deben admitir que no hay ni un solo versículo en las Escrituras que justifique tal aserción. El poder de las llaves implica, según Roma, que «en el cielo, Dios ratifica las decisiones que Pedro toma en la tierra».

En el libro de los Hechos de los Apóstoles, vemos cómo Pedro hace uso del poder de las llaves, según el sentido declaratorio que ya hemos mencionado. En su sermón de Pentecostés, Pedro dice: «Y será que todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo» (Hch. 2:21). Más tarde, en casa del centurión romano Cornelio, el apóstol proclama la invitación universal del evangelio: «A éste dan testimonio todos los profetas, de que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre» (Hch. 10:43). En las epístolas de Pedro y en todo el Nuevo Testamento, la salvación se hace depender de la fe en Cristo, y no de la obediencia a Pedro, al papa ni a ningún otro hombre. Roma abusa terriblemente de este poder de las llaves para conseguir la obediencia de sus fieles –a quienes inculca el temor de que «fuera de la Iglesia no hay salvación».

Loraine Boettner