TÚ ERES PEDRO, Y SOBRE ESTA PIEDRA EDIFICARÉ MI IGLESIA (II)

Autor artículo: 
Boettner, Loraine
Boettner, Loraine

Tras varias semanas de ausencia, retomamos el último artículo que publicábamos, sobre Pedro y el papado, ofreciendo a nuestros lectores la segunda parte del mismo. Loraine Boettner continúa desmontando, a través del análisis objetivo de los hechos históricos, la gran falacia sobre la que la Iglesia de Roma ha basado su tiranía durante siglos.

Pedro no reivindicó para sí autoridad papal alguna

Pedro nos ha dejado dos epístolas. En ellas nos menciona su cargo y posición dentro de la Iglesia, y también en ellas nos da exhortaciones para que aquellos que ocupan el mismo cargo que él ocupara, desempeñen fielmente sus obligaciones ministeriales (cf. 1 P. 1:1; 5:1-3). Pedro se refiere a sí mismo como apóstol de Jesucristo, y como anciano (la palabra en griego es presbyteros). Pedro no reclama para sí el cargo más alto dentro de la Iglesia, sino que con profunda humildad se pone al mismo nivel de aquellos a quienes exhorta. ¡Cuán distinta es la actitud de aquellos que más tarde se proclamarían seguidores del apóstol, y asumirían una autoridad que él nunca reivindicó para sí! Después del siglo IV, cuando el Imperio Romano ya había caído, fue cuando los obispos romanos se instalaron en el lugar del césar, y tomaron para sí el título pagano de «Sumo Pontífice».

El apóstol Pedro rehusó aceptar el homenaje del hombre. Cuando Cornelio, el centurión romano, se postró a sus pies, Pedro protestó escandalizado: «¡Levántate; yo mismo también soy hombre!» (Hch. 10:26). Sin embargo, los papas no solo aceptan, sino que exigen, tal homenaje. Después de la elección de un nuevo papa, los cardenales se postran delante de él; y, con ocasión de los votos de ordenación, le besan el zapato. Es sabido, además, que los papas reclaman para sí la designación de «Santo Padre».

De haber sido papa, «la suprema cabeza de la Iglesia», sin duda alguna Pedro nos lo habría mencionado en sus epístolas; pero este no es el caso. Por su parte, los papas nunca se han mostrado tardos para asumir tal prerrogativa y extender, en lo posible, su autoridad. ¡Cuán distinta la actitud de Pedro! Se refiere a sí mismo como uno de los apóstoles, y como anciano –o presbítero–, es decir, como un simple ministro de Cristo.

La actitud de Pablo hacia el apóstol Pedro

Pablo fue llamado a ser apóstol en una fecha tardía, cuando el crecimiento de la Iglesia ya había empezado. Sin embargo, Pedro nada tuvo que ver con tal llamamiento. ¿Cómo puede comprenderse esto de ser cierta la tesis católica de que Pedro había sido instituido papa? Dios llamó y ordenó a Pablo sin que para ello interviniera Pedro. Y, de la misma manera, en el transcurso de los siglos, Dios ha llamado a miles de pastores y evangelistas sin la mediación de los papas de Roma.

Sin duda alguna, Pablo fue el más grande de los apóstoles, y el que llegó a tener un conocimiento más profundo del plan de la salvación. Este apóstol escribió mucho más que Pedro en el Nuevo Testamento. Sus trece epístolas contienen 2.023 versículos, mientras que las dos epístolas de Pedro solo contienen 166 versículos. Y, si añadimos la epístola a los Hebreos entre los escritos de Pablo –como hace la Iglesia Católica–, la producción escrituraria de Pablo todavía es mayor. En el orden canónico del Nuevo Testamento, las dos epístolas de Pedro vienen después de las epístolas de Pablo. En el Nuevo Testamento se nos mencionan más milagros obrados por Pablo que por Pedro. Aunque la iglesia de Roma, muy posiblemente, fue fundada por laicos, la influencia que sobre la misma ejerció Pablo fue mucho mayor que la de Pedro. En sus escritos, Pablo varias veces menciona a Pedro, pero sin reconocer en este una supremacía superior a la suya.

Pablo fundó la iglesia de Corinto y, cuando algunos miembros se rebelaron en contra de su autoridad, al extremo de favorecer la de Pedro, el apóstol Pablo no cedió ni por un instante sus derechos apostólicos, sino que los reivindicó: «¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús el Señor Nuestro?» (1 Co. 9:1). Y otra vez: «Porque en nada he sido menos que los sumos apóstoles» (2 Co. 12:11). Escribiendo a los gálatas, manifiesta que a él le fue confiado «el evangelio de la incircuncisión, como a Pedro el de la circuncisión» (Gá. 2:7). Pablo reivindica para sí la misma autoridad de los demás apóstoles. Tales reclamaciones habrían sido incompatibles con la tesis romanista de que Pedro fue el primer papa.

En cierta ocasión, Pablo censuró a Pedro públicamente al hacer este causa común con los judaizantes –«retrayéndose y apartándose de los gentiles»; y tal proceder dio motivo a que incluso Bernabé cayera en la misma «simulación». Pablo censuró severamente al apóstol Pedro por su actitud: «Le resistí en la cara, porque era de condenar» (Gá. 2:11-14). Pablo aprovechó la ocasión para recordar a Pedro la base de la justificación y salvación del pecador: Porque «el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo […]; por cuanto por las obras de la ley ninguna carne será justificada» (Gá. 2:16). ¿Era esta la manera de hablar a un papa? Salta a la vista que Pablo no consideraba a Pedro como papa ni como infalible.

La actitud de los otros apóstoles hacia Pedro

Ni los otros apóstoles reconocieron en Pedro una autoridad superior a la de ellos, ni Pedro, por su parte, trató de asumir supremacía sobre los demás apóstoles. En la elección del nuevo apóstol que iba a ocupar la vacante de Judas, no intervino Pedro, sino que fue elegido por el voto popular de los ciento veinte hermanos de la primera asamblea cristiana (cf. Hch. 1:15-28).

En otra ocasión, Pedro y Juan fueron enviados por los otros apóstoles a predicar el evangelio en Samaria (cf. Hch. 8:14). ¿Podemos concebir a los cardenales de nuestro tiempo enviando al papa a una misión semejante? Es bien sabido que, en la actualidad, el papa rara vez predica; promulga decretos y habla a las selectas personalidades que vienen a visitarle, pero nada más. En modo alguno viajan para predicar, tal como hacían Pedro y los demás apóstoles.

Como resultado de las diferencias que surgieron en el seno de la Iglesia Apostólica, cuando «algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos que la circuncisión era necesaria para la salvación», la Iglesia celebró un concilio en Jerusalén para discutir la situación. El problema no fue presentado al apóstol Pedro, sino a los apóstoles en general, y a los ancianos de la iglesia de Jerusalén. Y no fue Pedro, sino Santiago, quien presidió dicho concilio, y quien anunció la decisión del mismo con aquellas palabras: «Por lo cual yo juzgo […]». Y el juicio del apóstol Santiago fue aceptado por los apóstoles y presbíteros. Pedro también habló, pero solo después que «hubo habido grande contienda», y sus declaraciones no llevaban el marchamo de la infalibilidad, pese a que la discusión era vital para la fe cristiana. Es evidente, pues, que la unidad de la iglesia primitiva se preservó, no por la voz de Pedro, sino por la decisión del concilio ecuménico que, bajo la presidencia de Santiago, se celebró en Jerusalén. Nótese que, después de este concilio, el nombre de Pedro ya no se menciona más en el libro de los Hechos de los Apóstoles.

¿Estuvo Pedro en Roma?

Según la tradición de la Iglesia Católica, Pedro fue el primer obispo de Roma. Su pontificado –se nos dice—duró veinticinco años: del año 42 al 64, en cuya fecha murió en el martirio. El Nuevo Testamento no menciona nada en absoluto que pueda fundamentar la tesis romana. Nueve veces encontramos la palabra «Roma» en el Nuevo Testamento, pero nunca con referencia a Pedro. Tampoco el apóstol Pedro menciona Roma en sus epístolas. Sin embargo, el viaje misionero de Pablo a Roma se nos menciona con toda suerte de detalles (cf. Hch. 27 y 28). Ni en el Nuevo Testamento ni en la historia primitiva puede hallarse evidencia de que Pedro jamás hubiera estado en Roma. En los doce primeros capítulos del libro de los Hechos, se nos hace mención de los viajes misioneros de Pedro a Palestina y Siria, pero no se nos menciona ningún viaje de Pedro a Roma, la capital de Imperio.

Si en verdad la autoridad y supremacía de Pedro fue superior a la de los otros apóstoles –como aboga Roma–, ¿por qué razón se habla tan poco de él una vez Pablo aparece en escena? Poco sabemos de los últimos años de la vida del apóstol Pedro, a no ser que viajó muchísimo, y que en algunos de sus viajes misioneros fue acompañado por su esposa, como se desprende de las palabras del apóstol Pablo: «¿No tenemos potestad de traer con nosotros una hermana, una esposa, también como los otros apóstoles, y los hermanos del Señor, y Cefas?» (1 Co. 9:5). (Las versiones católicas traducen «hermana» en vez de «esposa», pero la palabra griega es gune, y no adelphe, –hermana).

Nada sabemos con respecto a los orígenes de la iglesia de Roma. Cuando Pablo escribió su epístola (58 d. C.), esta ya era una iglesia floreciente. Muy posiblemente fue fundada por algunas de aquellas personas que, en el día de Pentecostés, estaban en Jerusalén y se convirtieron bajo la predicación de Pedro. Y no es de extrañar que hubiera sido así, ya que, entre la multitud que se congregó en Jerusalén, había «romanos extranjeros» (cf. Hch. 2:10). De todos modos, cualesquiera fuesen los orígenes de esta iglesia, lo cierto es que Pedro no la fundó.

La leyenda de que Pedro fue obispo de Roma por un periodo de veinticinco años, se originó con las historias apócrifas de los ebonitas, quienes rechazaban gran parte del contenido sobrenatural del Nuevo Testamento. En una traducción que de los escritos de Eusebio –cerca de 310 d. C.–   hizo san Jerónimo, se especifica que Pedro ocupó el obispado de Roma durante 25 años, pero esta declaración no se considera original –ni si quiera por algunos historiadores católicos. El historiador católico William Cove, en su importante obra La vida de los apóstoles, dice: «No puede negarse que, en la traducción de Eusebio hecha por san Jerónimo, se dice que Pedro fue obispo durante 25 años en aquella ciudad (Roma), pero es evidente que esto fue añadido por san Jerónimo […]. Tal cosa no se encuentra en la copia griega de Eusebio».

Los arqueólogos, a través de los siglos, vienen realizando toda clase de investigaciones para tratar de encontrar alguna inscripción en las catacumbas y ruinas de la vieja ciudad que pudiera evidenciar, por lo menos, que Pedro visitara Roma. Pero lo único que, hasta la fecha, se ha encontrado son ciertos huesos de origen desconocido. Pero, aun suponiendo que se encontraran los huesos de Pedro, y no hubiera duda alguna sobre la identidad de los mismos, ¿qué se llegaría a probar con ello? La sucesión de Pedro debería ser reclamada, no por aquellos que puedan encontrar sus huesos, sino por aquellos que enseñan el mismo evangelio que él enseñó: la predicación evangélica de la gracia por la fe.

Además, si la mera residencia confiere superioridad, entonces Antioquía desplazaría a Roma. La misma tradición que afirma que Pedro estuvo en Roma, también afirma que primero residió en Antioquía. Es bien sabido que, en los primeros siglos, las ciudades orientales y la iglesia oriental desempeñaron un liderato superior al de Roma. Los primeros concilios se celebraron en ciudades orientales, y estuvieron formados, en su mayoría, por obispos de la iglesia oriental. Cuatro de los patriarcados eran orientales: Jerusalén, Antioquía, Constantinopla y Alejandría; hasta el siglo IV, la iglesia de Roma no empezó a ganar hegemonía sobre las demás iglesias. Con todo, si alguna iglesia tuviera el privilegio especial de ser llamada «madre» de todas las iglesias, este privilegio caería sobre la iglesia de Jerusalén, pues fue allí donde vivió, enseñó y murió el Señor Jesús; desde Jerusalén se empezó a predicar el evangelio, y desde allí se esparció a otros lugares de Europa y Asia. Mucho antes de la Reforma, las reivindicaciones católico-romanas de ser la «Madre Iglesia» ya habían sido rechazadas por las iglesias orientales.

Otra evidencia en contra de la afirmación de que Pedro fue obispo de Roma, la constituye el hecho de que el campo misionero de este apóstol no estuvo entre los gentiles, sino entre los judíos. Esta división del campo misionero era de origen divino. En Gálatas 2:7-8, Pablo nos dice que «el evangelio de la incircuncisión» recayó sobre él, mientras que el de la circuncisión recayó sobre Pedro. El apóstol Pedro trabajó entre los judíos que estaban en el exilio en Asia Menor; entre «los esparcidos en Ponto, en Galacia, en Capadocia, en Asia, y en Bitinia» (1 P. 1:1); y, en sus largas jornadas misioneras, llegó hasta Babilonia, desde donde escribió su primera epístola, y muy posiblemente la segunda también. De la misma manera que casi todas las cartas del apóstol Pablo fueron dirigidas a iglesias que él había fundado, así también Pedro escribió las suyas a los creyentes que él había evangelizado, esparcidos por todas la vasta región del Asia Menor.

La primera epístola de Pedro fue escrita desde Babilonia. Según las notas que aparecen en las versiones católicas del Nuevo Testamento, con el nombre de Babilonia se designa a Roma, y para ello se alega que, en el Apocalipsis, a la ciudad de Roma se la designa Babilonia. Pero existe una gran diferencia entre un libro figurativo y simbólico como es el Apocalipsis, y una epístola, como la de Pedro, escrita en un estilo directo y factual. Además, en tiempos del apóstol había muchos judíos en Babilonia; algunos de ellos habían permanecido allí desde el exilio, otros vinieron más tarde de Palestina. Josefo nos dice que algunos de estos judíos «dieron a Hicano, el sumo sacerdote, una morada en Babilonia, donde había gran número de judíos» (Antigüedades, Libro IV, II, 2).

La epístola de Pablo a los Romanos

La razón más convincente por la que creemos que Pedro nunca estuvo en Roma, la encontramos en el testimonio de la epístola a los Romanos. Según la tradición católico-romana, Pedro reinó en Roma como papa durante veinticinco años (del año 42 al 67 d. C.). Hay general acuerdo respecto a la fecha en que Pablo escribió su carta a la iglesia de Roma: en el año 58 d. C, es decir, en la cumbre del pretendido episcopado de Pedro. Sin embargo, Pablo no dirige la epístola a Pedro, como sería de suponer, sino a los santos de la congregación de Roma. ¡Qué extraño que un misionero escribiera una carta a una congregación y no mencionar a su pastor! Pero este habría sido el caso de Pablo al escribir su epístola a la iglesia de Roma y no mencionar el nombre de su obispo –de ser cierta, claro está, la tradición católica. ¿Qué pensaríamos de un misionero que se atreviera a escribir una carta a una iglesia distante y, sin mencionar a su pastor, dijera que estaba ansioso por ir a verles, para «tener también entre ellos algún fruto» y para instruirles y fortalecerles? (cf. Ro. 1:13). ¿Cómo reaccionaría el pastor de la congregación al darse cuenta de que, entre los veintisiete nombres a los que se enviaban saludos, no se encontraba el suyo? ¿Podríamos aprobar esta manera de proceder?

Si, cuando Pablo escribió su epístola, Pedro ya había trabajado en Roma durante más de quince años –según la tradición católica–, ¿había motivo para que Pablo escribiera: «Porque os deseo ver, para repartir entre vosotros algún don espiritual, para confirmaros»? ¿No constituían estas palabras un insulto a Pedro? ¿No era esta actitud de Pablo censurable? ¡Pretender enseñar nada menos que a los que estaban bajo la tutela del papa! ¿Cómo conciliar la manera de proceder de Pablo con sus palabras de que «se había esforzado en predicar el evangelio en lugares donde no había sido anunciado antes, «por no edificar sobre ajeno fundamento» (cf. Ro. 15:20). Ciertamente, la única conclusión que podemos sacar es esta: Pedro no estaba en Roma cuando Pablo escribió su epístola; y el hecho de que los hermanos de esta congregación necesitaran ser instruidos y fortalecidos en la fe, demuestra que todavía ningún apóstol había estado en Roma. Al final de su epístola, Pablo envía saludos a veintisiete personas a quienes menciona por nombre, pero entre estas no figura el nombre de Pedro.

Pero también, de haber estado Pedro en Roma cuando Pablo fue llevado como prisionero en el año 61 d. C., este apóstol no habría dejado de mencionarle en las cartas que escribió desde la capital del imperio. En las epístolas a los Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón –todas ellas escritas desde Roma–, Pablo nos da una relación detallada de todos sus colaboradores, pero el nombre de Pedro no se menciona. Y recordemos que Pablo estuvo dos años prisionero en Roma, en cuyo tiempo recibió a cuantos vinieron a visitarle (cf. Hch. 28:30). La segunda epístola a Timoteo también fue escrita desde Roma –esta vez con ocasión de su segundo encarcelamiento, y la fecha de la epístola se fija en el año 67 d. C., la misma fecha en que, según la tradición católica, el apóstol Pedro sufrió el martirio; sin embargo, Pablo no menciona a Pedro. Dice que todos le han abandonado, y que solo Lucas está con él (cf. 2 Ti. 4:10-11). ¿Dónde estaba Pedro?

De haber estado Pedro en Roma, Pablo no habría dejado de mencionarlo. Claramente, pues, se ve que Pedro nunca estuvo en Roma. Los primeros padres de la iglesia tampoco facilitan evidencia alguna a tal respecto. Hasta el siglo V, con san Jerónimo, esta tradición no empieza a desarrollarse y a cobrar fuerza. El historiador católico Du Pin reconoce que, «ni Justino Mártir (139), ni Ireneo (178), ni Clemente de Alejandría (190), ni otros padres de la Iglesia, mencionan la primacía de Pedro». El sistema papal de la Iglesia Católica Romana no puede fundamentarse ni en el Nuevo Testamento ni en la historia de los primeros siglos.

No nos hemos propuesto empequeñecer o degradar la persona del apóstol Pedro, sino refutar las infundadas pretensiones de los papas y jerarcas de la Iglesia Romana. Pedro fue un príncipe de Dios, pero no el príncipe de los apóstoles. La doctrina de la primacía de Pedro no es más que otro de los muchos errores que la Iglesia de Roma ha añadido a la religión cristiana.

Loraine Boettner