ABRIR LA PUERTA Y CENAR CON CRISTO
Muchos modernos evangélicos lo han usado en campañas de evangelización “facilona”, tipo “haga una oración de fe y abra a Cristo su corazón”, una especie de solicitud suave, diluida y arminiana, que viene de una deidad débil e indefensa que está a merced de la voluntad del hombre de «aceptar» o no la «invitación» de Cristo.
No podemos olvidarnos de que Cristo está hablando aquí como “el Amén, el Testigo fiel y verdadero, el Creador y el Soberano Señor de todos”. No está haciendo una petición débil (ni mucho menos una súplica a ser “aceptado” por pecadores culpables), como si no acaso gobernara toda la historia, ni predestinara hasta sus más mínimos detalles, ni tuviera en sus manos las llaves de la muerte y del Hades (Apocalipsis 1:17-19). Él es el Rey de Reyes, que hace guerra contra sus enemigos y los condena a las llamas eternas. No está hablando a la gente en general, pues está dirigiendo su mensaje a Su Iglesia, en este caso, a través del apóstol Juan, a la iglesia de Laodicea.
Es obvio que le está haciendo una oferta de volver a tener una nueva comunión con Él. La salvación de Cristo es que cenemos con Él, elevados a Su presencia celestial y comiendo de Él: “De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Juan 6:53-57).
Es obvio que solo pueden “comer de Él” diariamente quienes sean genuinos cristianos y ese es el sentido de la invitación.