ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LOS ATENTADOS DE BRUSELAS DE 22/03/16
«¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Co. 1:20-21).
Una vez más, presenciamos en las pantallas de nuestros televisores cómo la sociedad en general, y la clase política en particular, parece ponerse de acuerdo en que, frente al terror, solo cabe la unidad de los demócratas --sin importar la ideología que estos profesen--, de aquellos que defienden la «civilización» frente a los que promueven la barbarie. Y, efectivamente, el fariseo que todos llevamos dentro (en el fondo sumamente orgulloso, pero en apariencia humanitario y caritativo), saca pecho, muestra gran indignación y condena enérgicamente el terrorismo.
Es como el pagano que intenta acallar su conciencia colaborando con alguna ONG en Navidad (época del año en que, supuestamente, todos debemos ser «buenos»). Así, compen-samos el mal que hacemos durante todo el año con alguna obra de caridad que muestre lo so-lidarios y buenas personas que somos. Y, por supuesto (de esto saben mucho los papas), es fundamental que haya una cámara delante. Los hipócritas del siglo I tenían que conformarse con tocar trompeta delante de sí (cf. Mt. 6:2), pero en nuestra época las nuevas tecnologías dan mayor alcance a la autopublicidad. Y ¿qué es lo que buscamos con esto? ¿La gloria de los hombres? Si nos contentamos con tal miseria, como diría Cristo, ya tenemos nuestra recom-pensa.
Parece que nuestros pecados son menos pecaminosos porque los revestimos de una buena capa de civismo y cortesía. Pero, ya que hay un Dios en los cielos que contempla el más mínimo suceso que tiene lugar aquí en la tierra (pues Él ha creado todo el universo y lo sus-tenta, no habiendo nada que escape a su control), más nos debería preocupar lo que nuestro Juez percibe en nosotros que lo que podamos aparentar ante nuestro prójimo. Y ¿qué ve este Dios todopoderoso? Nuestra miseria y nuestro pecado.
«¡Ah! –dirá alguno--. Pero ¿cuál es mi pecado? Yo no hago daño a nadie, y mi vida está bien ordenada y es respetuosa con el prójimo». ¿Acaso crees que Dios no conoce todo el mal que hay en tu corazón: tu codicia, idolatría, ingratitud, amargura, envidia, enemistad, ociosi-dad, orgullo, etc., siendo tu principal pecado negar a Dios y vivir de espaldas a Él? «¡Ah! Pero es que yo no tengo prejuicios. Yo soy un hombre de ciencia, y solo creo en lo que se pueda demostrar». Muy bien, pues he ahí tu dios: la ciencia. Acude a él en tu lecho de muerte, y comprueba si puede proporcionarte algún tipo de consuelo entonces, y acompañarte más allá de la tumba.
Dicen que los terroristas atentan contra los fundamentos de Europa, que supuestamente son la democracia. He ahí otro ídolo moderno. A él podríamos añadir el dinero, el materialis-mo, el hedonismo, el egoísmo, en definitiva: la vanidad de este mundo. En momentos --ciertamente terribles—como estos, se oyen palabras como «libertad», «democracia», «solida-ridad», «progreso», «derechos humanos», etc. No olvidemos que la atea Revolución francesa defendía esos mismos conceptos. También ya en el mundo antiguo, casi al principio de la his-toria, Caín edificó una ciudad, y, posteriormente, los hombres impíos intentaron construir la torre de Babel, para establecer una sociedad sin Dios.
Pero ¿es posible, realmente, conformar una sociedad de progreso sin Dios? ¿Podemos te-ner su bendición sin ni siquiera reconocerlo en nuestras vidas? «¡Ah! Pero es que hablar de Dios es políticamente incorrecto. Tenemos que ser neutrales en cuestiones de religión». Cier-tamente, en asuntos de conciencia, no podemos imponer nada a nadie, pero eso no significa que sea irrelevante lo que creamos respecto a Dios y su Palabra. De hecho, es fundamental. En ello se encuentran las verdaderas raíces de Europa, que tantos buenos frutos han dado a lo largo de su historia, y que debemos recuperar.
«Sí, pero ¿no ofenderemos a los que piensen de otra manera, a los que profesen otra reli-gión, habiendo incluso dentro del cristianismo tanta disparidad de opiniones? ¿No será esto complicarse la vida, buscarse enemigos, crear divisiones y enemistades?». Exacto. Pero ¿quién ha dicho que el camino de la vida sea fácil? «Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan» (Mt. 7:14).
Para concluir, simplemente afirmaremos que, como siempre ha ocurrido en la historia, en mayor o menor medida, nos encontramos en medio de una generación adúltera y perversa. Y, en medio de ella, se levantan muchos falsos profetas que dicen: «Paz, paz; y no hay paz» (Jer. 6:14). Y, así, los ingenuos y simples de este mundo se dejan arrastrar por estos falsos maestros, que les hablan cosas halagüeñas, conformes a sus concupiscencias. Pero aquel que ha creído a Dios, aquel que de Él ha recibido prudencia y sabiduría, mucho más preciosas que el oro, aprenda a despreciar este mundo y sus quimeras, y halle su único contento en su buen Padre celestial, de quien procede toda buena dádiva y todo don perfecto (cf. Stg. 1:17) y en su Cris-to, «en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col. 2:3).