CONFESIÓN DE UN PECADOR DELANTE DE JESUCRISTO, REDENTOR Y JUEZ DE LOS HOMBRES

Autor artículo: 
Constantino de la Fuente
Constantino de la Fuente

[Este texto de Constantino de la Fuente, editado en Sevilla en 1547, luego perseguido y prohibido por la Inquisición, corresponde al volumen V de la colección “Obras de las Reformadores Españoles del siglo XVI”, en el que se incluye la exposición del Salmo 1 por el mismo autor, con amplia introducción de David Estrada. Editorial Mad, Sevilla, 2009.]

CONFESIÓN DE UN PECADOR DELANTE DE JESUCRISTO, REDENTOR Y JUEZ DE LOS HOMBRES
Constantino de la Fuente
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INTRODUCCIÓN

Aparezco delante del juicio de tu misericordia, unigénito Hijo de Dios, dado por mano del eterno Padre para ser precio y redención, para ser sacrificio y juez de los hombres. Vengo, Señor, para que oigas, no de mi justicia sino de mis pecados, no de mis derechos sino de mis culpas y de las grandes ofensas que he cometido, no sólo contra los hombres sino contra la majestad y bondad y misericordia de tu Padre.

Me trae por una parte, como forzado, las penas y tormentos del infierno, que mis mismas maldades anuncian dentro de mi corazón. Por otra me llama tu misericordia y conocer, aunque muy tarde, quién has sido para mí y quién yo para ti. Vengo acusado por mi conciencia, condenado por ella misma, constreñido por los tormentos de mi mismo conocimiento; vengo a decir y confesar delante de los hombres, delante de los ángeles, en presencia de la tierra, en presencia del cielo, delante de tu majestad y de la justicia divina, que justamente merezco ser condenado a perpetuo destierro de los bienes del cielo y a la perpetua miseria de la servidumbre y compañía de Satanás.

Redentor y Señor mío, mi pleito era acabado si fuera tu juicio solamente de sentenciar y de condenar pecadores. ¡Ay de mí si me hubieran de juzgar los hombres, si me hubieran de juzgar los ángeles, si me hubiera de juzgar yo mismo! Suerte desdichada y sin ventura la mía si confesando yo mis culpas y deudas hubiera de ejecutar mi acreedor, si sabida mi maldad no me diera más plazo, si no teniendo qué responder, fuera pronunciada por justa la acusación de mis  adversarios, si no teniendo con qué pagar, fuera metido en la cárcel al arbitrio de mi enemigo. Has querido que ésta sea justicia de la tierra para que no se perdiese por ella sino tierra solamente. Pero como en la otra, Señor, perderse puede el cielo y perderte a ti, tu bondad ordenó que se pusiesen para tal caso nuevas leyes de justicia, sacadas de la grandeza de tu misericordia, en la que fuesen tus caminos tan distintos de de los del mundo como lo es el cielo de la tierra. ¡Bendito seas Señor, y te alaben para siempre los que te saben conocer! Que es tu juicio tal, que viniste a este mundo no a condenar pecadores, sino a salvar pecadores. Que siendo justo, eres juez y abogado del reo y enemigo de quien le acusa. Que sufriste tantos trabajos y fuiste en tantas maneras tentado, para que tuviésemos mayores prendas de tu misericordia. Que eres santidad para el malo, justicia para el culpado, paga y satisfacción para el que no tiene, sabiduría para el engañado y para responder por el que no sabe. Esto que sé de ti, Redentor mío, me atrae a ti; este conocerte ha podido más conmigo que el reconocer lo que soy yo para no atreverme a aparecer delante de ti.

¿Por dónde comenzaré, Señor, a dar cuentas de mis maldades? ¿Qué camino seguiré para que se puedan mejor entender los desastres de mi vida? Bien conozco, Redentor mío, que todo lo sabes, pero querría conocerme para mejor conocerte. Bien entiendo que no se puede hacer suma de la muchedumbre de mis pecados, más multiplicados que los cabellos de mi cabeza, más que la arena del mar. Pero al menos querría espaciarme un tanto por alguna parte de mis miserias, para que así como en otro tiempo me recreé con mis culpas, así ahora lloren mis ojos y mi corazón, viendo el
estrago que yo mismo he hecho en los bienes que de tu mano recibí.

Dame, Señor, ojos con que vea y fuerzas con que pueda soportar considerarme, porque tantas y tales son mis maldades que yo mismo me avergüenzo de conocerlas como mías, y acometo remediarme con otra maldad, de mí propio desmintiendo y negando, como si pudiese hallar a otro yo que no fuese tan culpado. Con todo esto veo, Señor, que es tanta tu misericordia, que cerrando yo los ojos a la presencia de mis pecados, los tuyos están abiertos y atentos a todos ellos. Bien parece, Redentor del mundo, que miras las llagas para sanarlas, porque siendo tan feas no te repugnan, y consientes poner en ellas la limpieza de tus manos. Guíame, Señor mío, y tráeme contigo, porque a solas no sabré conocerme. Tu compañía me dará fuerzas para que pueda soportar mirarme. Tómame para que no huya yo de mí mismo. Susténtame para que no desespere. Manda al demonio que calle hasta que tú respondas por mí.

Tiempo fue Señor, cuando yo no era, tú me diste ser y me formaste en el vientre de mi madre. Allí me pusiste tu imagen y representación y capacidad para tus bienes. Ninguna cosa hubo tan menuda ni tan imperfecta en mi ser que no fuese encaminada, por tu saber y tu industria, hasta que adelantase a su perfección. Con grande asombro y con el favor de tu mano salí al mundo, recibido y recreado con el favor de tu providencia. En mi desnudez me vestiste, sin fuerzas me diste sustento, en todo enseñaste que nacía en la sola confianza de tu misericordia, la que nunca me faltaría.

Antes que pudiese siquiera sentir mi perdición estaba perdido, y del vientre de mi madre saqué el pecado, lo que me correspondía por ser del linaje de Adán. Desnudez y pecado es la riqueza que heredé de mis padres. En todo me recibió tu misericordia en sus manos. En mi pobreza, Señor, me socorriste y me libraste de mis males. Desterraste esta fealdad de mi alma, me limpiaste con el agua clara por la limpieza de tu sangre, me hiciste rico y hermoso. Depositaste en mí los bienes que más había menester, que más tuyo me hacían, que más me libraban de mi enemigo, que más miedo le ponían, que más prendas ciertas eran de mi bienaventuranza. Si ahora no me pusiera silencio tu conocimiento y la confianza que en ti tengo, Señor, viéndome como me veo, no dejara también yo de decir: ¡Oh, si me hubiera llevado desde allí a la sepultura! Porque pudiera decirse que el ser era para mis bienes, y para mis males y pecados era como quien no tuvo ser. Pero no quiero ser juez de tu gloria, ya que tan poco la he procurado, ni de tu voluntad, que es la misma justicia.

Te serviste de mí, Señor, y fui tuyo el tiempo que no tuve habilidad para dejarlo de ser. Estuvieron enteros tus bienes en mí entre tanto que no tuve la llave de ellos. No duró más mi inocencia de cuanto no tuvo ojos para la malicia. Dormido fui tuyo, al despertar para conocerte, no quise, Señor, mirarte. Cuando más tenía que seguirte, me apresuré para huir de ti. Me aficioné a mi perdición, con ella corrí a rienda suelta, todos tus bienes le entregué para que los tratase y disipase según ella era, y no como quien yo era. Me junté con todos tus enemigos, como si todos mis bienes dependieran de ser contigo cuanto más traidor. Yo mismo tapé mis ojos, cerré mis oídos y mis sentidos para no entender cómo estaba en tu casa, cómo era tu cielo el que me alumbraba, cómo tu tierra la que me sostenía; cómo era ladrón de todo, desconocido y traidor a tu bondad, desvergonzado a tu misericordia, atrevido a tu justicia. Y así dormía seguro, como si te sirviera y aprovechara de todo para el fin que me lo diste.

Primer mandamiento

Me convidaban tantos beneficios tuyos a que te amase con todo mi corazón, a que emplease mi voluntad en servirte, a que todas mis fuerzas se despertasen para el cumplimiento de aquellas obras con las que quieres que se señalen los que son hechos a tu semejanza, pero a todo me hice sordo, y abrí las puertas a tus enemigos y míos. La posada que era sólo para ti, consentí que se poblase de injurias y desacatos contra tu majestad. Donde yo había de recibir la bienaventuranza de tu mano, la mala ventura y tiniebla de Satanás recibí. Así mis maldades, Señor, aderezaban y preparaban lugar para tus bienes. De esta manera guardé la imagen que en mí imprimiste. Parecía que me iba la vida y mil vidas, Señor, en que no me conocieses cuando me buscabas.

Sólo tú me has creado, tú sólo me has redimido, sólo tú me has buscado en mis miserias para de ellas libertarme, dependiendo de tu sola bondad la eternidad e infinidad de tanto bien para mí, y yo cuantos eran los intereses de mis maldades le di dioses a mi corazón.

Si me preguntas, Dios mío, quién soy, no podré responder que soy de los hijos de Israel, del linaje de Abraham, escogido para ser tuyo. Mi raíz, Señor, es de la tierra de Canaán, mi padre es amorreo y hetea mi madre. Soy de los que afearon las obras de tus manos, de los que en grande manera provocaron tu ira, de los que olvidados de tus beneficios con los mismos quisieron hacerse, sin amar tu bondad, sin temor ante tu justicia; de los que adoraron sus deleites, sus soberbias y
desvergüenzas; de los que siguieron a los demonios y les consagraron sus almas y les pidieron favor para sus deseos. No sé compararme sino con esos hombres a los que sentenciaste, y cuyas obras yo sé que seguí. Pues di a mis apetitos y malas codicias y a los que los favoreciesen, la obediencia y reverencia que a ti sólo debía dar.

A otros falsos dioses, fingidos y reverenciados en mis pecados y mis codicias, yo daba lo cierto de mi corazón. A ti, que eres sólo Dios verdadero, y sólo mi Dios, lo falso y mentiroso daba. A los otros llamaba de verdad, a ti de burla. En ellos ponía mi esperanza cierta, en ti la esperanza vana. Te llamaba, pero huía de ti; decía que eras mi Dios y mentía. Para mis traiciones cometidas contra ti mismo te pedía favor; te decía que favorecieses lo que yo no quería fiar de tus manos. De esa manera te llamaba, para tales obras y para tales fines, porque la desvergüenza y blasfemia de mi corazón se atrevía a querer que fueses como yo.

Segundo mandamiento

Siendo así lo secreto de mi alma, no pudo tener mejor ser mi lengua. Tal como te llamaba Señor en el corazón, así te llamaba en la boca. En lo uno era falso para contigo, en lo otro para contigo y para con los hombres. De tu nombre me aproveché para parecer que era tuyo y para mis intereses. La costumbre me llevó la lengua a ti, estando mi corazón de ti tan lejos. Sin fe verdadera te llamé, sin verdadera esperanza te pedí socorro, de tu santo nombre usé como de cosa vana y para cosa de vanidad, sin fruto fueron mis oraciones. Te invoqué y el aire se llevó mi sacrificio, porque trataba contigo sin guardarte fe ni palabra, y pretendía que tú la guardases conmigo.

Tu santo nombre era el memorial que yo había de traer para conocerte, con el que yo me había de despertar dondequiera que lo oyese, con el que me había de despertar y enseñar a otros el temor y reverencia que te deben, pero lo traté como a nombre de vanidad, para desacato de tu majestad y grandeza, dando ocasión a otros muchos a que hiciesen lo mismo que yo hacía, como si no bastaran a mi corazón solamente mis maldades.

Tercer mandamiento

Me señalaste días en que yo me señalase como tuyo. Tiempos en que diese testimonio de cómo en todo tiempo te servía; para que aprendiese tus mandamientos y las leyes de tu justicia. Para tratar con mi corazón la grandeza de tu poder, de tu bondad y de tu misericordia, el camino por donde me perdí y el que tú hallaste para buscarme, descendiendo del cielo a morir por mí, a ser perseguido y deshonrado del mundo, para que quedase yo honrado delante de tu Padre.

De mil maneras me declaraste que no me hiciste ni me enriqueciste para mí solo, sino para que repartiese con todos los otros de lo mucho que habías dado. Que enseñado yo de ti, a otros enseñase; que como yo fui llamado, los llamase, los avisase con mis palabras, los provocase con mis ejemplos, que siguiese y estimase en mucho la compañía de los que son tuyos, y que me precisase de ser uno de ellos. Por ninguna parte me dejó tu misericordia sin remedio, y por todas me
dejó sin excusa.

Me proveíste de lo que en esta corta y miserable vida es necesario para pasarla, para que el trabajo de lo que ha menester el cuerpo no estorbase al alma en su holganza. Para que tuviese tiempos en que, olvidado de todo, solamente me acordase de ti. Para que en recreos conociese y de recreo, Señor, te llamase. Para que sintiese la fiesta y experimentase el reposo de tus obras en mí, para llevar provisión de fe, de amor, de esperanza y de caridad, con que sustentase y me defendiese en mis peligros y mis trabajos, para que en la cruz de esta tan cansada vida me recrease y estuviese en fiesta contigo.

¿Qué diré, Señor, aquí? ¿Qué cuenta daré de este cargo? Sabes mis culpas y mis deudas, las cuales yo no puedo saber, tal es el peso y número de ellas. A mi vanidad se dedicaron las fiestas que a sólo tu nombre y servicio debían dedicarse. De mi locura fueron los placeres que debían solamente consistir en invocarte y conocerte. En lugar de lumbre, saqué ceguedad; en lugar de llamarte, de mí te alejé; debiendo convidar a otros, yo mismo les estorbé el camino con mis palabras y obras. Huí de los tuyos y con tus enemigos fue mi fiesta, y como si fuera tu escuela lección para aborrecerte,
así sacaba yo el fruto. El día que me convidabas a tener fiesta contigo, como tu enemigo, ponía yo nueva cruz en tus hombros fabricada por mis maldades.

Cuarto mandamiento

Qué tanto caso haría a los que pusiste en tu lugar, quien a ti, Señor, que eres tanto más de estimar y mayor de todos, desconocía y menospreciaba. Tú, que juntamente con tu Padre, formaste cielo y tierra para mí, que me diste ser y me sacaste a ley, que fuiste mi padre en crearme, mi sacrificio para redimirme, que me engendraste de nuevo a costa de tu sangre, que eres lumbre para guiarme, abogado para responder por mí. Tú, cuyos beneficios y misericordias para librarme de perdición, ni pueden contarse ni decirse con medida, has sido tan desconocido y tan negado de mi corazón, tan menospreciado de mis palabras, tan desacatado y tan desechado de mis obras, ¿cómo no lo habían de ser los padres, que solamente fueron ministros para darme el cuerpo y traerme a esta breve vida? ¿De qué mayores no huiría quien de ti huyó? ¿De qué jurisdicción no se saldrá quien se quiere salir de la tuya? Quién te menosprecia, ¿a quién no menospreciará? ¿Qué respetará quien tu justicia no respeta? ¿Qué bienes agradecerá quien los tuyos no agradece? ¿Por dónde se moverá a tener reverencia, quien con tantos beneficios nunca se movió a tenerla contigo?

Yo viví como si yo mismo fuese mi creador, como si ningún favor hubiese recibido de otros. Sin ley y sin superior, soberbio y desagradecido a todos, hecho juez de aquellos de quien había de ser juzgado. Con necesidad de quien me favoreciese, de quien me rigiese y me gobernase, de quien me pusiese freno y me castigase mis solturas, de todos me quise eximir. Quise que nadie pusiese impedimento a mis apetitos. Aborrecí toda clase de justicia, en todo quise ser tirano.

Quinto mandamiento

Como procuré que mi corazón malvado, traidor en su nacimiento, no tuviese a quien temer ni a quien respetar, consentí su desmadre en el menosprecio y aborrecimiento de mis prójimos, sin caer en la cuenta de que eran obras de tus manos como yo lo era. Creados para el mismo fin, redimidos por tu sangre, sustentados por tu misericordia, dotados y privilegiados con grandes mercedes de tu mano, para tu servicio y el provecho del mundo. Los desechaba y los tenía en poco, me vengaba de las pequeñeces que no placían a mis locos antojos, sin traer a mi memoria cuánto tú les perdonabas
y los esperabas, y cuánto a mí mismo perdonabas y esperabas. Las injurias que a otros hacía, para mí eran cosas livianas, la simple paja que se movía a mi descontento, la consideraba yo intolerable. Tan grande tiranía entró en tan triste y tan miserable corazón.

Sexto mandamiento

Tú eres la hermosura en quien yo debía emplear mi alma y pensamientos. De lo que eres da noticia grande y cierta en el mundo su orden, el concierto de tus criaturas, pero yo en la flor de la vanidad consentí derramar mis ojos. Caminé con grande descuido, sin cerrar las puertas a mi corazón, sin conocer ni medir cómo mi apetito afeaba lo que tú hiciste hermoso, cómo mis pensamientos hacían torpe lo que tú creaste para ser limpio. Sin que lo sintiese me quemé, esperé de lo que había de huir, envueltos y disimulados en falsa miel bebí venenos mortales, y sabía que los bebía. Me perdí con la
soltura, y cuando probé a remediarme me descuidé en la medicina; lo que se cura con espinas, lo quise untar con blanduras. Por el mismo camino en que me perdí, en ese andaba, y no temía mi perdición, amenazaba a mis enemigos pero no aceleraba cuando me seguían. Es razón que cayese en tales locuras quien por tantas y tales maneras se había apartado de ti. Tú me querías todo limpio, yo quería ser todo feo, y pensaba ser limpio sin salir de la fealdad.

Séptimo mandamiento

Mi locura no se paró en querer saltar todo lo vedado y tiranizarlo todo. Repartiste el mundo a los hombres y todos los bienes de él como Señor, tan justo y tan liberal y ninguna necesidad tenías de tales riquezas, ni había tasa en tu potencia y sabiduría para no multiplicarlas a la medida que quisieras. Pero yo no me quise contentar con la parte que me cupo, aunque yo era tal que si con mis obras se contara, ninguna cosa de las que creaste quedaría en mis manos. Si se mirara a cómo usaba lo que me diste, salgo como robador y disipador de todo. Por la medida y por la brevedad de esta miserable vida, me bastaba la menor parte, y todo lo demás eras sobras depositadas en mis manos para necesidades ajenas. Por la cruz y por el destierro en que mi pecado me puso, me bastaba y era regalo muy grande el trabajo de mis manos. Por tu bondad, largueza y sabiduría, debiera yo de entender que me dabas lo que me convenía, y que no podía dar buen fruto lo adquirido por otras manos. Pero yo, gigante en mis pensamientos, todo cuanto hay en el mundo quería, todo lo abarcaba. Guardaba las manos de las haciendas y dignidades ajenas, y no pensaba cómo dejaba abierta la puerta a mi soberbia, a la que le parecía mil mundos poca cosa. Conseguí cegar mis ojos, así descuidé tenerlos para que no viesen quien era yo, para que no me sobrase ni el más olvidado rincón de la tierra, y todo aquello que poseían a cuantos había repartido tu mano y con tal justicia. No sabía hacer diferencia de lo que se alcanza con tu voluntad, de lo que da la malicia del mundo;
en todo consentía que se centrasen mis vanidades y mi ceguera. No miraba ni estimaba que tú sabías que yo era ladrón, me contentaba con ser justo para con los hombres.

Octavo mandamiento

No sólo me levanté y engrandecí en un género de bienes, en mi locura hice espacio para todos los bienes y males del mundo. Trataba con medidas falsas, como engañador y como mentiroso. Mucho tomaba para mí, a los otros daba poco. Mentía juntamente para mis defectos y para las bondades de los otros. Debiendo andar a cubrir la afrenta de mi prójimo, aunque no la descubriese, ya descubierta ningún remedio ponía. Era injusto y sobrado con mis obras, injusto y sobrado con las faltas ajenas. Procuraba añadir en mí, pensando como hombre vano que había yo de crecer con lo que a otros faltaba. Daba más crédito a mis propias lisonjas, que a las verdades ajenas.

Noveno y décimo mandamientos

Las cosa que tu justicia puso en las manos de otros y las entregaste como propias de quien las tenía, la mala raíz de mi corazón tantas veces las miró como suyas. Cuántas veces, con un malvado descuido, se dejó decir que andaba errada tu providencia, pues en otra parte puso lo que para mi bien parecía, sin hacerme señor de todo. Para todos los males me hallé velando, para todos los bienes dormido. Nunca para éstos tuve más de unos flacos principios y luego me cansé en ellos, porque como venían de tu mano nunca les daba buena posada; para las maldades fui porfiado y cuando no puse las manos, di lugar y me descuidé para que tratasen con ellas mis devaneos. Sin consistir mi buena suerte en otra cosa sino que en tu bondad y sabiduría me pusieses leyes y mandamientos, que fuesen candela para mis pies, lumbre para mis caminos, con lo que tuviera seguridad de que había cosas en que eras servido, escogí mejor soberbio exención de todos, sin querer considerar que lo que yo tomaba por libertad era ser esclavo y cautivo de la ignorancia y de la miseria en que el demonio me puso.

Artículos de la fe

Yo me preciaba mucho de la fe y de la palabra que en el mundo tú predicaste, y no entraba en cuenta conmigo para ver cuánto faltaba de lo que por fuera oía y confesaba con palabras, de lo que debiera de sentir en mi corazón.

Afirmaba que tu Padre, juntamente contigo y con el Espíritu Santo, creasteis el cielo y la tierra, manifestando en esta tan grande obra y llamando a los hombres a que conociesen su poder infinito, tu misericordia sin término, tu bondad y hermosura sobre todo lo que se puede desear ni pensar, tu sabiduría conforme a la medida de tu poder, tu providencia sin descuido y sin defecto, tu amparo tan seguro y tan cierto, tan duradero y tan firme, como la misma tierra y el mismo cielo que hiciste para este fin. Todo esto me parecía claro, y así había de ser ello para convencerme y llevarme a la obediencia de tu Palabra y a la seguridad de tus promesas. Pero loco y perdido de mí, que tenía la traición dentro de mi alma y no la sentía.

De tu cumplimiento conmigo dudaba, y andaba a buscar remedio y seguridad con mis mañas de lo que de ti no aseguraba. Pensaba hallar en lugares diversos y derramados lo que no quería buscar sólo en ti. No me preciaba de rico y de favorecido por lo que tenía deposito en ti, y me contentaba con lo poco que pensaba robarte, alzándose con ello mi corazón, sin conocer que era tuyo y que tendría mucho más yo en ti si quisiere pedir. Así nos hallamos, tú a convidarme con tu grandeza, a atemorizarme con tan grande poder si te negase, y yo nunca a acabar de entender cuán poderosa era
tu bondad para mis regalos y tu ira para mis castigos.

Quién pudiese, Señor, llorar siquiera un poco de lo que fuera razón, aquel sueño, aquel reposo y seguridad que perdí por no confiarme de tus manos, por no irme tras tu sabiduría, por no tratarme como hijo de tan rico y tan poderoso Padre. Y sobre todo por haberlo trocado por tan grande desasosiego en mi corazón, dejándolo andar vagabundo por la miseria de esta pobre vida, buscando seguridad donde no la había, favor en los enemigos, certidumbre donde todo era falso, verdad donde no hay sino engaño, libertad donde todo es sujeción y cautiverio.

Siendo creador y sustentador del mundo con tu Padre, en unidad de una esencia y de un Dios, conociendo que la primera merced había sido tan mal empleada en mis manos, tomaste, Señor, nuevo oficio para mí de ser mi salvador y de ser mi rey, de librarme de todos los peligros y desastres en que yo mismo me había puesto, y de ser siempre mi capitán y mi defensor, para que no tornarse a caer en ellos. Yo, como hombre sin juicio, sin sentimiento de mis propios males, sin
conocimiento de tu misericordia, ni estimé mi primera perdición, ni agradecí tus beneficios, ni escarmenté en la primera pérdida, ni tomé el remedio para las otras.

Te nombraba por nombre de salvador mío y tenía aferradas las manos en mi misma perdición. Te llamaba mi rey y mi defensor y me burlaba de tus leyes, me salía de tu jurisdicción y desamparaba tu bandera. Y tan loco me tenía el engaño de mi pecado, que confesando que eras mi único rey y mi único salvador, como me avisara mi propia conciencia de la mentira que confesaba, yo remediaba mis temores con mil vanas confianzas, tan distintas y apartadas de lo que tú me enseñaste y de lo que tú eres.

Habiendo sido tanta la soberbia del hombre que quiso ser como Dios, tuviste tanta misericordia de su caída que te bajaste, no sólo a ser como hombre, sino a ser verdadero hombre (Salmo 22); no sólo hombre, sino el más bajo de los hombres, tomando forma de siervo para darme libertad (Filipenses 2). Para que por el camino de tu clemencia y sabiduría alcanzase el hombre mucho más de lo que por su soberbia y por su ignorancia había acometido, sin poder salirse con ello, y entregándose por ese camino en las manos del demonio para ser su semejante, quedando su cautivo y desterrado de tu presencia, sentenciado con tu ira, siervo de quien le engañó, pues quiso tomar su consejo para desobedecer y desacatar la majestad y justicia de tu Padre. De tal manera concertaste lo que no supo él guiar, que podemos decir, y es verdad, que el hombre es verdadero Dios, pues que tú eres verdadero hombre. Que ya todos los hombres tienen habilidad y licencia para ser como Dios, pues son tus hermanos por linaje y tu Padre los llama y tú los llamas a que sigan tus pisadas, a que
sean como tú, a que imiten tu obediencia y tu bondad y tu justicia, para que de verdad se pueda decir que son hijos de Dios y nacidos de Dios. Desdichado el hombre que por otras manos quiere granjear sus bienes, pues que tanta ventaja hace lo que tu misericordia le da a lo que sabe pedir su soberbia.

Sabes Señor muy bien, cómo te haya agradecido yo estas mercedes y cómo las haya reconocido, así yo lo supiese, para que huyendo de mí a ti me llegue. Porque sobre todas mis maldades y miserias, todo cuanto alcanzo y siento de la grandeza de mis pecados, es lo menos que de ellos tengo.

Tantos años, Señor, que te hiciste hombre por mí, bajándote tanto para levantarme. Con mi soberbia siempre de ser como Dios, pero no por el camino que me enseñaste sino por el mismo en que me perdí, en guerra contigo y en obediencia con tu enemigo. ¿Qué otra cosa era sino ésta, la que la soberbia de mi corazón emprendía cuando me quería regir por mi propio saber, remediarme por mis caminos, dar contentamiento y regalo a la porfía y desobediencia que contra ti en mí estaba? Para los otros era gusano y todos entendían de mi poquedad y bajeza, para mí en mis pensamientos y juicio era mi Dios, pues en tal olvido ponía lo que tú eras para mí y a lo que por mí te bajaste.

Descendiste a ser hombre, y hombre nuevo, del mismo linaje de Adán pero sin culpa de Adán, porque así convenía a tu grandeza y convenía a nuestra justicia. Tomaste la humanidad y naciste de madre virgen, para que en todo nos favorecieses y fueses en todo tal hombre, cual era razón que fuese el que siendo hombre era Dios. Nos llamaste a ser hombres nuevos, para que con el privilegio y favor que tu compañía nos daba, desechásemos la culpa heredada de nuestros padres y tomásemos nuevo principio y nuevo mayorazgo contigo, para que como habíamos traído la imagen de viejo hombre y del culpado, trajésemos la del nuevo y del inocente. Yo, amigo de mi vejez, aficionado y contento con mis viejas culpas, como si me hubiera ido bien en ellas, me contentaba con que tú fueses inocente y yo me quedase culpado, sin mirar que no sólo me perdía y era el daño para mí, sino que con ello hacía grande injuria a tu bondad por desecharla y dejarla sola habiendo venido a buscarme.

Toda la tierra se pobló de tu Espíritu y de la renovación que trajiste al mundo, y muchos dejaron la servidumbre y el vestido viejo para vestirse de la nueva justicia que tú dabas a los hombres. Yo en mis viejos males, endurecido y hecho cada día peor me quedaba, cada vez más olvidado de ti y de lo que fuera yo, ni para responder siquiera a la voz con la que me llamabas y a las mercedes que me hacías.

Para que al demonio no le quedase ley ni calumnia contra mi justicia, para que la injuria y el desacato cometido contra la majestad y mandamiento de tu Padre quedasen enteramente perdonados, para que tuviera yo mayores prendas de lo que hacías por mí y de lo que yo tenía en ti, para que la grandeza de la obligación (y me llevase, Señor, a servirte) pusiere alas a mi alma: quisiste morir por mí, con muerte afrentosa y cruel en poder de jueces injustos, ante el mundo atormentado y deshonrado. Todo para mi derecho, todo para dar a entender cuánto estimabas mi remedio, pues tal precio te costaba y tan de voluntad te ofrecías. Ya no tenía el demonio parte ni derecho para acusarme, tampoco el mundo para vencerme, ni la carne para sujetarme, porque todo lo venciste tú para yo hallarlo vencido. El sacrificio de tu sangre me hacía libre, quedaba en compañía de tu Espíritu y favor, para que la traición que traía conmigo por las reliquias de mis viejos males no me fuese bastante para engañar y vencer, si no quisiera de mí propio engañarme y dejarme vencer.

Pero muertos ya mis enemigos con tu muerte, yo mismo les daba vida para que de nuevo me matasen. La espada y las armas que les habías quitado yo se las volvía a dar, con todo testificando que mejor me hallaba con mi perdición que con el remedio que me diste. Sin memoria de las injurias y afrentas que por mí padeciste, del tratamiento que te hizo el mundo, de sus injusticias contigo, de hacerte pobre para buscarme, de la paciencia con que todo soportaste, de la clemencia para perdonar a tan grandes enemigos, yo me quise apartar de ti, tanto que, injuriando yo a todos, de nadie injuria admitía, negando tu verdad, quería que prevaleciese y fuese honrada mi mentira y que mi culpa fuese en todo más privilegiada en el mundo, todo eso quería en vez de tu santidad, tu bondad y tu inocencia.

Tú resucitaste, Señor, para tu gloría y la mía. Resucitó tu poder, tu honra y tu justicia, y juntamente contigo resucitaron los bienes que de tu mano para mí habías traído. Amador de mi grande sueño, yo me hallé mejor en estar muerto que resucitar contigo, en quedarme aquí con mis enemigos, que en aparecer en tu triunfo delante de tu Padre.

Sentado a la diestra de tu Padre, donde lo merece tu obediencia y los servicios que hiciste, allí me tienes en tu memoria. No me has olvidado. Eres intercesor y abogado para favorecerme. El cuidado que de mí tuviste cuando moriste en la cruz para mi remedio, el mismo tienes ahora. Y yo, ciego para este conocimiento, loco y sordo para esta fe, ingrato para estas misericordias, nunca di fin de verdad a mis males, ni verdadero inicio a mis bienes, nunca acabé de poner los ojos en esta
esperanza y en la obligación que tenía de servirte y por ti morir, estando tan cierto de la paga que has de dar a los que quisieran ser tuyos.

Andaba en la compañía de tu iglesia, me aprovechaba del nombre de ser tuyo, usurpaba tus mercedes como si de verdad fuera tuyo, sin conocer que tal casa, donde tú eres la cabeza, y que está santificada con tu sangre, no admite para los verdaderos bienes a los tales como yo, y que cuanto yo más la engañaba, a mí mismo más engañaba.

Tan endurecido estaba que no me quise obligar por tus beneficios, ni me atemoricé por los castigos y amenazas con que avisa tu justicia. Porque no quería entender la grandeza de mi pecado, nunca entró en mi corazón verdadero temor de tu juicio. Yo habría puesto algún término a mis pecados y temiera tu juicio, Señor, si hubiera conocido qué poco necesidad tienes de mis bienes, qué poco montaba para la grandeza de tu casa el que en ella esté o no una vaciedad como yo; si hubiera considerado, por otro lado, mis atrevimientos y ofensas contra tu majestad, cuán dañoso yo era para los tuyos y qué estorbador de la gloria que ellos te daban. Pero como era ciego para lo uno, así lo era para lo otro. Como no me conocía a mí propio, tampoco a ti conocía. Sin saber estimar la grandeza de tu misericordia, ¿cómo estimar la grandeza de justicia y juicio? Por ahí se encaminaba mi locura y mi perdición, porque al buscarme tú con regalos, más soberbio yo me hacía y menos consideraba de qué manos venían. Si con castigos me llamabas, más me endurecía yo, como esclavo
malo y rebelde.

Con tan grandes ceguedades y tan grandes ignorancias de ti y de mí, con tan gran olvido de tus bienes y tanto menosprecio de tus azotes, mis arrepentimientos no podían ser sino falsos, dorados con oro falso, llevados del primer viento y peligro con que el demonio o la concupiscencia de mi corazón me tentasen. Si edificara sobre ti, que eres firme roca, si edificara sobre el conocimiento de quien eres, de tu misericordia y de tu justicia, entonces no bastaran todas las tempestades del mundo para llevarme, porque tú me defenderías. Pero edifiqué sobre arena, edificio tan hermoso en el
parecer como falso en los cimientos, y como era cierto el combate sobre mí, tanto era cierta mi caída. Tantas caídas, tantas, y nunca escarmenté, ni tomé aviso para poner mejor fundamento en mi enmienda y arrepentimiento.

Bendito seas, Señor, y bendito el Padre que te envió, que perdido yo como oveja loca, y apartándome de tu manada por tantos y tales caminos, por todos tú me has buscado, para no llegar al cabo de perdición. Porque me has esperado sé cierto que me buscabas. Tantas veces que mi enemigo me tuvo en sus manos, no me llevó, porque tú, cierto es mi Señor, las manos le atabas. Él tenía ya su ganancia sin tener que esperar más; pero tú, Señor, para que no me perdiese, me
esperabas.

Petición

Aquí vengo, Señor, a tu juicio, sin poder desechar los temores que de la conciencia de mi pecado proceden, hasta que tú digas a mi corazón que eres su salud y su remedio. Mis esfuerzos están perdidos, ya la grandeza del peligro ha descubierto la vanidad de mis confianzas. El rigor de tu juicio ya no lo pueden dejar de temer la certeza de mis muchas y grandes maldades. De mis locuras soy convencido, y la brevedad de mis días pone en mi alma grande pavor, porque sabe en qué se han gastado los años en que tú me esperabas para que te conociera y amase. Como humo se me fueron ya tantos, ¡ay de mí si no me aprovecho de los pocos que me quedan!

Por una parte miro tu bondad, por otra mis pecados. Con tu Palabra digo cuán enemigo eres de la maldad. Conozco por la experiencia los castigos que tu justicia ha hecho en el mundo en señal del aborrecimiento que tienes con el pecado. Miro la cárcel del infierno preparada para el demonio y para los imitadores de sus obras. Pero veo que soy uno de ellos, así no queda sosiego en mi carne, ni le queda lumbre a mis ojos, porque cada hora espero la muerte que me presentará ante tu juicio. Con todo esto, ¡puede tanto tu misericordia que a ti me atrae! Porque aunque se han manifestado mucho las obras de tu ira contra la maldad del pecado, ¡mucho más se han manifestado las de tu clemencia para librar a los hombres de él!

Castigar al mundo porque te ofende no te cuesta sino ordenarlo. Remediarlo para que no se pierda te costó, Señor, tu sangre en la cruz derramada, derramada por la mano de aquellos mismos por quien tú la derramabas y ofrecías. Para mostrar el rigor de tu justicia hiciste obras de grande poder, obras de Dios; para la grandeza de tu misericordia te hiciste hombre, tomaste nuestra flaqueza, sufriste muerte y afrentas, y nos la diste como prendas de tu perdón.

Porque tú, Señor, no quieres que me pierda, aunque perdido ya estoy, a ti acudo. Vengo como el hijo pródigo a buscar el buen trato de tu casa, ya conociendo por la experiencia de mis pérdidas y de mis daños, cómo son mis enemigos: todos aquellos por los que dejé de servirte. Por mucho que la conciencia de mis pecados me acuse, por mucho mal que yo sepa de mí, por mucho temor que me pone tu juicio, no puedo, Señor, dejar de tener esperanza en que me has de perdonar, que me has de favorecer para que nunca más de ti me aparte.

¿No tienes dicho y jurado, Señor, que no quieres la muerte del pecador, y que no recibes placer en la perdición de los hombres? ¿No has dicho que no viniste a buscar justos, sino pecadores, no a los santos, sino a los enfermos? ¿No fuiste castigado por los pecados ajenos? ¿No pagaste ya por lo que no hiciste? ¿No es tu sangre sacrificio para perdón de todas las culpas del linaje humano? ¿No es verdad que es mayor tu riqueza para mis bienes, que toda la culpa y miseria de Adán para mis males? ¿No lloraste por mí, pidiendo por mí perdón y tu Padre te oyó? Ante todo eso, ¿quién puede quitar de mi corazón la confianza de tales promesas?

Si yo, Señor hubiera nacido solo en el mundo o si yo sólo fuera pecador y todos los otros justos, no dejarías de morir por mí, porque ni de los otros ni de mí tienes necesidad. Y tal soy yo y tales mis obras, que a tu misericordia forzara a morir con la misma muerte y en las mismas circunstancias como fue tu muerte por todos, con eso tu misericordia se muestra mayor y mayores son mis prendas de ella. Quiero, Señor, hacer cuentas, y no mentiré en hacerlas, que tengo necesidad de todos los bienes que a todos has repartido. Porque todas las culpas son mías, tu muerte es toda mía. Aunque los pecados de todos no los haya yo cometido, en tu confianza me amparo, que sea tu sacrificio y tu perdón todo mío aunque lo sea también de todos. Este es el día, Señor, en que así más mostrarás quién eres. Esta es la obra de que preciarte delante de tu Padre y delante de todo el cielo como obra que es de tus manos. Señor, ya que eres médico, ¡y qué médico!, aquí tienes llagas, llagas que son tales que sólo tú las puedes sanar. Aquí está toda la destrucción y todos los males que en mí han podido hacer tus enemigos y míos. Ya que eres salvador, Señor, aquí está tal perdición que si la remedias conocerán tus enemigos y tus amigos claramente quién eres. Pues que eres sabiduría, Señor, venida del cielo a la tierra, aquí puedes emplearla donde no hay saber alguno sino saberse perder por apartarse de ti. Porque eres redención, aquí está un cautivo en poder de mil tiranos, que le han robado grandes riquezas y lo tienen en mil tormentos, preparado para otros mayores. Pues que eres santificación y hermosura, aquí está la torpeza y fealdad de las obras del demonio, quita esto, Señor, y se verá quién eres. Porque eres misericordia, dónde se podrá ella mejor mostrar que donde hay tanta miseria? Porque eres juez para juzgar al mundo, ¿a quién podrás mejor condenar que al demonio que me persigue, a la acusación que me pone y a las traiciones con que me engaña? Tal soy yo que no menos que todo tú eres necesario para mí. Tú eres tal, Señor, de todo sobrado, que con una sola gota de cada cosa para mí libre del todo me hallara.

Si me parare a pensar con quién de los que te ofendieron me compare, sé que me hallaré más ingrato y culpado que todos los pecadores. Los tuyos cercanos te negaron, pero les duró poco el negar y mucho la confesión; breve fue la traición, muy larga la fidelidad. Yo soy de los que desde el principio te negaron y te persiguieron hasta ponerte en la cruz, ¡no permita tu clemencia que sea de los que en esa cruz te blasfemaron y escarnecieron sin nunca dejarlo! Baste, Señor, que te vendí como Judas por bajos y viles precios. Baste, Señor, que como Judas, siendo de tu compañía era ladrón de tu hacienda, y que el agradecimiento de tantas mercedes conmigo fue serte traidor como él, pero que no vaya con él adelante, y que en desespero de tu misericordia me pierda para siempre, siendo así muy mayor mi maldad postrera de no confiar en ti que la primera de venderte. No permita tu sangre, pues que por mí la derramaste, que no pasen más adelante mis pecados, que ese sería el postrer escalón de mi perdición.

Contra tu justicia se han desacatado, han escarnecido tus obras, tu santo rostro abofeteado, te han coronado de espinas, de tu reino han hecho burla, te han gritado en la calle, te han clavo en la cruz y por último refrigerio te dieron hiel y vinagre. Esto no lo puedo negar, Redentor mío. ¿Para qué, pues, esperar a que me hagan confesarlo los tormentos de mi castigo, cuando bastan y sobran para confesarlo los de mi conciencia y mi culpa?

La maldad de los que te crucificaron me llenaba de asombro, sin ver por tan ciego que entre ellos me encontraba obrando lo mismo cuando no me importaban las traiciones de mi corazón, entre ellos estaba con el ejemplo de mis malas obras, en el poco temor de tu juicio, en el desprecio de tus mandamientos, en la poca estima de tu misericordia. Porque si yo me conociera, vería a mis manos con la corona de espinas para tu cabeza, los clavos prestos para clavarte en la cruz y la bebida dispuesta, todo eso vería por el poco caso que hacía de tu sufrimiento por mí. No tendría remedio si pasara más delante de esto. ¡Que me hiciera parar y decir que eres verdadero Hijo de Dios siquiera el espanto de tu juicio y la ira de tu Padre contra los que te menosprecian! Aunque ladrón y malhechor, basta con estar cerca de ti. Es tiempo ya de pedir remedio.

Acuérdate de mí, Señor, ya que estás en tu reino. Para mi justicia no tenga qué alegar, sólo conocer cuán injusto soy. Para moverte nada tengo sino que veas mis grandes miserias. Derecho al remedio de tu mano no tengo, sino otro remedio pretender. No hay otro sacrificio de mi parte sino mi espíritu atribulado y mi corazón afligido. Y ni esto tuviera si tú no me hubieras despertado para que conociese mi grande peligro. El sacrificio que necesito, el de tu sangre y de tu justicia, tú, Señor, me la darás para ofrecerlo.

Crea corazón nuevo en mí, renueva en mis entrañas espíritu de verdadero conocimiento, esfuerzo para servirte, para vencer a mis enemigos, para menospreciar mis pérdidas todas, porque ningún bien puedo perder quedando en tu servicio.

Conviérteme, Señor, y quedaré de verdad convertido, porque entonces será verdadero mi arrepentimiento cuando me castigues con tu mano, con tu juicio me atemorices, me reveles mi perdición. Cuando tú te quedes conmigo para guardarme, entonces tendré yo verdadera enemistad contra el pecado.

Mi carne queda conmigo, grande y verdadera enemiga. El demonio me tentará tanto más cuanto más a ti me acerque. El mundo está lleno de lazos para tornarme a prender. Señor, dame espíritu tan principal y tan poderoso que mortifique verdaderamente la rebelión y contradicción de mi carne, para que cuando ella hable no la obedezca, cuando acometa, no venza. Deja en mi alma tal gusto de ti, que los manjares antiguos le parezcan tan amargos cual son.

Conozco bien, Redentor y Señor mío, que me has oído. Tú conoces mis necesidades muy mejor que yo las pueda entender. Más sientes tú mis trabajos que yo mismo. Mayores son mis peligros de lo que yo alcanzo a encarecer ni temer. De ti y de la misericordia que prometiste a los que se dejasen hallar de ti no tengo dudas. De ti estoy seguro, el temor y la duda que tengo es de mí. Pero Señor, tal como tú eres, tanto que procuras mi salud, eso me engendra grande fe de que no me dejarás a mí mismo, ni permitirás que se pierda por mi parte lo que por la tuya está asegurado.

Dame la alegría que das a los que se vuelven de verdad a ti. Haz que el oficio de tu misericordia lo sienta mi corazón, que sienta la unción con la que untas las llagas de los que sanas, y así sienta yo cuán dulce es el camino de tu cruz y cuán amargo fue aquel en que me perdí.