EL “MITO SERVET”

Autor artículo: 
Monjo Bellido, Emilio

Recuperamos dos artículos del pastor Emilio Monjo Bellido, publicados en la web Protestante Digital, sobre este polémico tema de la relación entre Juan Calvino y la ejecución de Miguel de Servet en la hoguera, llevada a efecto en Ginebra (Suiza) el 27 de octubre de 1553, y que esperamos arrojen un poco de luz sobre el asunto. Este es el primero de ellos.

Que la muerte de Servet fue algo trágico es una consideración unánime. Todos los hombres cometemos errores y arrastramos miserias. Solo hay un ser intachable y contra el que no hay ningún argumento posible: el Salvador de los pecadores, Jesucristo. Todos los demás demuestran defectos que impiden que idolatremos a ningún hombre.

Sin embargo, cuando se enjuician actualmente los detalles del caso de Servet, siempre se eluden consideraciones como que se le celebró un juicio que duró más de dos meses y además fue sentenciado por la sesión entera del Consejo civil de la ciudad de Ginebra, y esto de acuerdo a las leyes que eran entonces reconocidas a través de la cristiandad. Lejos de instar que la sentencia fuese más severa, Calvino instó a que no se le diera muerte por fuego sino por espada, pero su petición fue denegada.

Servet fue acusado y condenado mayoritariamente por un Consejo controlado por el partido de los “libertinos”, enemigos directos de Calvino, pero, aún así, incluso aceptando que hubiera podido influir su enemistad con el reformador francés, los hechos de esa época son difícilmente juzgables estricta y únicamente por las normas del siglo XXI, y no por las del siglo XVI. Desde entonces hasta el día de hoy hemos visto grandes desarrollos en muchas áreas: más tolerancia civil y religiosa, reformas penales, la abolición no sólo de la esclavitud sino del tráfico de esclavos, del feudalismo, de la quema de brujas, etc. que son los resultados genuinos de las enseñanzas cristianas. El error de aquellos que respaldaron y practicaron lo que hoy hubiera de considerarse intolerancia fue el error general de la época, no los de un hombre en concreto. Si queremos juzgar con imparcialidad, no debemos permitir que esos errores nos den una impresión mala del carácter y de los motivos de aquellos hombres, y mucho menos que nos creen prejuicios en contra de sus doctrinas sobre otros y más importantes temas.

De haber caído en manos de la Inquisición católica romana, la suerte de Servet habría sido la misma. Pero el “y tú, más” o el “en todas partes cuecen habas” es una argumentación muy pobre, así que es preferible no caer en eso, pero, sí, algo muy distinto, conocer bien el contexto de cada época histórica. En el siglo XVI, los protestantes habían acabado de deshacerse del yugo de Roma y en su lucha por defenderse muchas veces se vieron obligados a combatir la intolerancia con intolerancia. A través de los siglos XVI y XVII la opinión pública en todos los países europeos justificaba el derecho y el deber de los gobiernos civiles de proteger y respaldar la ortodoxia y castigar la herejía, sosteniendo que todo hereje obstinado y blasfemo era digno de ser silenciado con la muerte si fuere necesario. Los protestantes se diferenciaban de los romanistas básicamente en su definición de lo que constituía herejía y por ejercer mayor moderación en el castigo de los herejes (aunque es innegable que en la Europa protestante también hubo episodios oscuros de intolerancia), aunque, evidentemente, no es cuestión de poner paños calientes con el argumento de que “peor era la Inquisición papal”. Pero hay que tener en cuenta que, en aquellos tiempos, la herejía se consideraba como un pecado contra la sociedad, y en algunos casos era considerada algo peor que el asesinato, ya que el asesinato sólo destruye el cuerpo, mientras que la herejía destruye el alma.

No solo eso, en sociedades mayoritariamente cristianas, como las de la época, un hereje era asimilable a lo que hoy sería un quintacolumnista o un agente infiltrado del enemigo que se dedicara a socavar la seguridad del país. Por ejemplo, según nuestros parámetros de hoy, día 23 de octubre del año 2016, fue algo inaceptable la persecución a los anabaptistas por luteranos y calvinistas (también por los católicos romanos: si buscan en Internet, encontrarán artículos de no pocos autores papistas que usan esto como arma arrojadiza contra los protestantes, silenciando, en cambio, la persecución católica), por más que se entienda que si, por ejemplo, en Ginebra se hubiera propagado su doctrina totalmente anárquica, la ciudad hubiera sido fruta madura para caer de nuevo en las garras del papado.

Hoy, curiosamente, pecamos justamente de todo lo contrario: de indiferencia hacia el error o la mentira.

El «mito Servet». Por Emilio Monjo Bellido

Protestante Digital

Es imposible acercarse al juicio y condena a la hoguera de Miguel Servet sin que se encienda un juicio inmediato sobre el suceso. Tratar el asunto es una llama que nunca se apaga, se cae en discusiones sin término. No es mi intención discutir, por el gusto de la discusión, y así perder el tiempo. No estoy de acuerdo con que quemaran a Servet; tampoco con que quemen a Calvino.

Todo lo relacionado con el juicio previo, y su muerte final (27 octubre de 1553), es un desastre político, religioso, jurídico, ético. Reconociendo lo complejo de la época, no hay justificación posible. En el monumento levantado en 1903 en Champel, donde fue quemado, se “condena un error, que fue el de su siglo”, y se reafirma “la libertad de conciencia, según los verdaderos principios de la Reforma y del Evangelio”. Bien, pero Servet nunca debió ser juzgado y condenado. Fue un error que no lo puede justificar “su siglo”. Solo lo explica la miseria humana, nuestra corrupción.

Y esa miseria y corrupción siguen igual hoy, con todos. También con los que queman a Calvino. Como parece que condenar, si se puede con lenguaje despectivo, a Calvino proporciona una especie de carnet de gente liberal, incluso “luchadora” por la libertad, les propongo unas notas para que tracemos algo de lo que allí pasó, con la finalidad de juzgar con justo juicio.

Es muy común que el Calvino que se contrapone a Servet sea una simple caricatura. Una de las más infames es la que dibujó Stefan Zweig (1881-1942) en su libro “Castellio contra Calvino” (1920. Hay traducción castellana.) Según este autor, Calvino, por ejemplo, dispone de “una dictadura armada hasta los dientes… con miles y cientos de miles de hombres”…, aunque es sabido que Ginebra no tenía más de 14000 habitantes, pero ser “dictador” de una cosa tan pequeña no sirve para la máscara; hay que crear un terreno adecuado para que la bestia lo parezca. Al final, la pluma de Zweig deja una hoguera permanente en la que arde Calvino, bueno, realmente una máscara del mismo, una efigie construida para destruir al personaje.

El dictador absoluto necesita la contraparte del héroe moral y liberal absoluto. Junto a un perverso Calvino, se coloca un Servet modelo de luchador por la libertad religiosa y de conciencia. Que Servet no debió nunca ser juzgado y condenado, es claro; pero que fuera un paladín de la libertad religiosa, eso no es tan evidente. Pidió, por ejemplo, la muerte para Calvino.

Su trabajo de investigador, traductor, editor, teólogo, geógrafo, médico, tocando diversidad de campos, lo muestra como un eminente humanista, sin duda, pero no se pueden colocar sus actos “fuera de su tiempo”. La circunstancia penosísima de su muerte no modifica su vida anterior.

El “librepensador” catalán Pompeyo Gener (1848-1920), por supuesto sin la difusión de Zweig, también se ocupó de crear una máscara adecuada para el “peligroso demente”. Al lado pintó al mártir eterno de la libertad. Es evidente que así todo juicio es una mascarada. Criticando lo ocurrido en Ginebra en 1553, se repite de continuo lo que se critica.

Menciono a este personaje porque mostró su disgusto cuando en Ginebra se “le adelantaron” los pastores calvinistas, según él, para levantar el monumento a Servet (1903), pues había propuesto en el Congreso de Librepensadores celebrado en dicha ciudad, erigir uno en el que se condenara al dictador Calvino, y, sin embargo, al final éste quedaba de alguna manera vindicado. Este liberal, que escribió sobre “la pasión y muerte de Miguel Servet”, es modelo de la hipocresía moral de quien condena un suceso injusto, pero, salvando a uno de los personajes, deja al otro en un fuego permanente, y requiere que ese acto sea recibido como señal de libertad y justicia social. Es decir, no se trata de librar de las llamas a Servet, sino de meter en ellas a Calvino para siempre. [Si alguien quiere saber por qué con los semitas y bereberes del sur, de Cataluña para abajo, no se puede alcanzar el progreso y la modernidad, propia de los arios, que lea lo que propone el librepensador racista que con tanta virulencia “moral” impone la supresión de la Historia de todos los “calvinistas”.]

La condena a la hoguera de Servet ha sido puesta a la cuenta de Calvino, cuando realmente, con independencia de que uno pueda pensar que tuvo que actuar de otro modo, lo condena un Consejo que es el representante del Estado (aunque sea una “ciudad/estado”, o república pequeña), que es legítimo y se elegía democráticamente cada año. Es decir, lo condena el Estado, no Calvino, ni siquiera la “Iglesia”. Además, en el momento del juicio, el Consejo (el Estado) había extendido su jurisdicción sobre la esfera eclesial, de tal modo que incluso la excomunión la consideraba en su mano.

En el tiempo de este inaceptable juicio, está mostrado que Calvino se encontraba en el momento de mayor debilidad en la ciudad, hasta el punto de pensar que se usaría el caso para expulsarlo de nuevo. Predicó un sermón de despedida. Fue precisamente tras el juicio contra Servet que las circunstancias se le presentaron más favorables. Luego tuvo más influencia, pero en ese momento (ni siquiera era ciudadano, no podía votar ni ocupar cargo de gobierno; su condición era de un extranjero con contrato temporal, renovado cada año) lo tenía casi todo en contra. La pintura de un Servet llegando a la ciudad de la que su enemigo es el dictador supremo, no se corresponde con la realidad. Es más, el Consejo que gobierna y juzga (el Pequeño Consejo), está en ese momento compuesto por una mayoría de enemigos declarados de Calvino, y presidido por su enemigo jurado. (Hay quien propone que precisamente Servet estaba al tanto de esto, y por eso se presentó en Ginebra.)

El juicio contra Servet fue totalmente injusto. También será injusto no reconocer que en ese momento Calvino estaba en gran debilidad. Su responsabilidad por no actuar de otro modo, ahí está, pero también está un Estado que con jurisdicción sobre todos los aspectos de la sociedad, ha juzgado y condenado a morir en la hoguera a una persona, para defender una doctrina que no le incumbe. Que cada uno se lleve lo que corresponde, al final tenemos miseria para todos.

Para no alargarnos, la próxima semana, d. v., reflexionamos sobre la contradicción de la situación de Calvino en este inaceptable juicio.