EL MOVIMIENTO ECUMÉNICO Y LA UNIÓN DE LAS IGLESIAS (I)

Autor artículo: 
Estrada Herrero, David

Una semana más, proponemos la lectura de un interesante artículo aparecido hace décadas en la revista Estandarte de la Verdad. En esta ocasión, el tema es el ecumenismo, que ya en aquella época estaba en auge y, como sabemos, sigue muy vigente en la actualidad. El autor es David Estrada Herrero (doctor honoris causa por la Facultad de Teología de Westminster, EE. UU.)  de quien también hemos publicado algunas de sus últimas conferencias en audio. Hemos optado por dividir el artículo en dos partes, debido a su considerable extensión. De momento, esperamos que esta primera entrega sea del interés de nuestros lectores.

Recientemente, se celebró en Nueva Delhi la tercera Asamblea del Consejo Ecuménico Mundial de las Iglesias, en la que participaron delegados de más de ciento setenta y cinco iglesias protestantes, anglicanas y ortodoxas. Por primera vez, asistieron a la asamblea observadores católicos. También para otoño de este año la Iglesia Católica tiene anunciada la celebración del Concilio Ecuménico Vaticano II. Parece ser, pues, que tanto pata protestantes como para católicos, el ideal ecuménico ha pasado a ocupar el primer plano de las inquietudes religiosas de nuestro tiempo.

           Si bien es cierto que las primeras iniciativas ecuménicas dentro del protestantismo empezaron en la segunda mitad del siglo pasado, en realidad el crecimiento e importancia del movimiento ecuménico data desde después de la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad, y después de la Iglesia Católica Romana, el Consejo Mundial de las Iglesias representa la organización «cristiana» con mayor número de miembros.

      Para muchas personas, el movimiento ecuménico en pro de la unidad cristiana constituye uno de los acontecimientos más significativos y prometedores de la historia del cristianismo; de ahí que apoyen con verdadero entusiasmo la causa ecuménica. Este optimismo, sin embargo, no es general dentro del protestantismo, y dista mucho de ser compartido por aquellos que aman y defienden la pureza del evangelio. Muchas son, pues, también las iglesias que han permanecido al margen de la organización ecuménica, e incluso se han manifestado abiertamente contra el Consejo Mundial de las Iglesias.

        Buscar y promover la unidad de las iglesias cristianas es, en verdad, un ideal noble y glorioso, y este deseo debería vibrar en todos los corazones que amen al Señor. ¿No es este también el deseo y oración del bendito Salvador? «Para que todos sean una cosa; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean en nosotros una cosa: para que el mundo crea que tú me enviaste» (Jn. 17:21).

     Ahora bien, no por motivos antiecuménicos se han mantenido fuera del Consejo Mundial de las Iglesias muchas iglesias evangélicas, ni porque persista en las mismas el deseo de continuar en los sagrados claustros de un ostracismo denominacional. La realidad es muy otra. Por razones bíblicas importantísimas y vitales al cristianismo se han mantenido fuera de la organización ecuménica estas iglesias. La unidad tras la cual se afana el movimiento ecuménico dista mucho de ser el ideal de unidad cristiana que se nos revela en el Nuevo Testamento.

     Esencialmente, la unión que persigue el movimiento ecuménico es una unión meramente externa. Según uno de sus dogmas, la diversidad de creencias en el seno del cristianismo no es pecado, pero la diversidad de organizaciones es pecado; de ahí, pues, que se trate de conseguir una única organización central. Pero la Palabra de Dios precisamente nos enseña lo contrario: la unidad de las iglesias cristianas no es posible sin una previa unidad espiritual. La idea de una organización central como necesaria para la unidad cristiana es verdaderamente significativa, ya que pone al descubierto lo que el movimiento ecuménico entiende por «iglesia».

          Según la fe evangélica, la Iglesia de Jesucristo está formada por una gran multitud de pueblos y naciones que han sido redimidos con la preciosa sangre de Cristo, y están unidos a Él por una fe viva, y por los lazos de un mismo Espíritu. La naturaleza de la Iglesia es esencialmente espiritual, y lo mismo su unidad. Allí donde hay una congregación de creyentes que en espíritu y en verdad adoran al Padre, y son testigos fieles de la verdad evangélica, tenemos una rama visible de la Iglesia de Jesucristo. La Iglesia es el cuerpo de Cristo. Él la compró con su sangre, y la guarda con su poder y gracia. También el gobierno de la Iglesia es prerrogativa de Cristo; así como la cabeza gobierna el cuerpo, Cristo gobierna a su Iglesia. La relación entre Cristo y su Iglesia es espiritual. Allí donde dos o tres se congregan en el nombre de Cristo, allí está el bendito Salvador en medio de ellos. Es el Espíritu Santo, y no una organización eclesiástica, quien efectúa esta relación vital entre Cristo y su Iglesia.

          El movimiento ecuménico parece haber perdido de vista este concepto bíblico de iglesia, y prefiere la idea de iglesia como organización esencialmente visible –algo así como una institución. Para los líderes del movimiento ecuménico, el logro de una organización central es absolutamente necesario para conseguir la tan ansiada unidad cristiana. Como alguien ha comentado: «Parece como si Dios no pudiera hacer nada hasta que no se ponga en marcha la gran máquina ecuménica». Sin duda alguna, el concepto ecuménico es más católico-romano que evangélico.

         El interés ecuménico por la unidad de las iglesias bajo una gran organización, hace que cuestiones doctrinales sean relegadas a un plano muy secundario. A la teología se la considera como el principio de la división y separación. «Gracias a la teología –se nos dice—existen tantas denominaciones y sectas; en pro de la unidad cristiana, debemos sacrificar la teología; más que la teología, lo que importa es la religión».

          En este punto, como en tantos otros, el movimiento ecuménico da muestras de una gran inconsistencia. La religión cristiana no descansa sobre un vacío doctrinal, ni sobre un caos informe de creencias, sino que descansa sobre una base doctrinal y concreta. Relegar a un plano de insignificancia esta base teológica, es traicionar al cristianismo. «Pretender tener religión sin teología –alguien ha dicho—es lo mismo que hacer ladrillos sin arcilla». Para el creyente evangélico, las doctrinas de su fe son demasiado preciosas para ser sacrificadas en pro de una unión que, en definitiva, no es cristiana. «Las doctrinas que os predicamos –decía Spurgeon—son doctrinas bañadas en sangre». De ser cierta la tesis ecuménica, los mártires de la religión cristiana en vano vertieron su sangre.

          Quizá los entusiastas del ecumenismo no estén de acuerdo con nuestro criticismo, y levanten la objeción de que también el Consejo Mundial de las Iglesias tiene su base doctrinal, sin cuya aceptación no se admiten nuevos miembros. La declaración doctrinal del Consejo dice: «El Consejo Ecuménico de las Iglesias es una asociación fraternal de iglesias que aceptan a nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador». En la reciente reunión de Nueva Delhi, y después de una acalorada discusión, se decidió sustituir los términos «que aceptan» por el de «que confiesan». A primera vista, parece que esta base doctrinal exige de las iglesias miembro la creencia en la divinidad y obra redentora de Cristo. Pero, en la práctica, esta base doctrinal viene a ser una frase decorativa, una reliquia de teología cristiana o, si se prefiere, un minimum de fe cristiana para contentar a «los miembros débiles» del Consejo Mundial que todavía creen en un cristianismo más o menos puro.

Pensando en esta base doctrinal del Consejo Mundial de las Iglesias, uno no puede por menos de recordar aquella expresiva anécdota de Spurgeon, según la cual en cierta ocasión un maestro de educación política señaló la bandera que colgaba en una de las paredes del aula, y preguntó a un niño: «¿Qué bandera es esta?». A lo que el niño contestó: «Es la bandera inglesa, señor». «¿Y para qué sirve? –preguntó de nuevo el maestro. Y sin titubeos de ninguna clase el niño contestó: «Sirve para tapar un pedazo sucio en la pared». La base doctrinal del Consejo Mundial sirve para tapar muchas herejías.

David Estrada