El verdadero evangelio

Autor artículo: 
Sánchez Llamas, Juan

En el evangelio de Mateo, Jesucristo hace la siguiente afirmación: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama” (Mt. 12:30). Esta de-claración, por un lado, manifiesta la divinidad de Cristo, pues nadie puede hablar en ta-les términos sino Dios; de tal manera que su mensaje es --como también se indica en otro lugar-- con autoridad. Los que allí escuchaban se quedaban admirados, “porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mt. 7:29).
Efectivamente, llama la atención cómo Jesucristo (el Hijo de Dios) se dirige al mundo de una forma radical, no dejando escapatoria a nadie. Al ser humano le gustaría no tener que enfrentarse a esta pregunta. Los incrédulos piensan que pueden mantenerse al margen y adoptar una posición neutral. Pero Jesucristo no deja escapatoria: “El que no es conmigo, contra mí es”. Por lo tanto, es una pregunta que todos debemos hacernos si valoramos en algo nuestra alma, porque aquí de lo que se trata es ni más ni menos que de la eternidad.
Por otro lado, a los incrédulos les gusta pensar que, aun si Dios existiera, en cual-quier caso no serían condenados –ya que no se consideran pecadores o, al menos, no como para merecer la condenación--. Piensan que haciendo el bien, tratando correcta-mente a sus semejantes –aun no siendo perfectos--, no son merecedores de la condena-ción. En esta vana esperanza viven los incrédulos. Pero Jesucristo afirma en otro lugar que el primer y gran mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mt. 22:37). Y, evidentemente, quienes no creen en Dios, aunque humanamente puedan ser personas morales y correctas en su compor-tamiento y conducta, están incumpliendo este primer mandamiento. Cuando una persona rechaza a Dios, no se muestra interesada en su palabra, no cree en Él, lo desprecia..., evidentemente está muy lejos de amar a Dios; de tal manera que es imposible que pueda justificarse delante de Él, pues ha rechazado nada menos que a su Creador, a aquel que no solo le ha dado la vida, sino que también lo sustenta.
Muchos consideran que el cristianismo tan solo es una religión más, de modo que pretender que sea la única denota orgullo y prepotencia. Tales personas piensan que to-das las religiones son buenas en tanto en cuanto contribuyan al bien. Pero esto es un pensamiento humanista. Por otro lado, no entienden que los cristianos no predicamos una mera religión, la cultura de un pueblo, en la que habiendo sido educados, ahora pro-fesamos y defendemos. Si fuese así, efectivamente sería orgullo, pues estaríamos inten-tando imponer lo que es nuestro. Pero la realidad es otra muy distinta, ya que el cristia-nismo no es algo que fabricamos nosotros, sino que nos llega de fuera como Palabra de Dios. Por tanto, no se trata simplemente de algo que a nosotros nos atraiga o por lo que sintamos una especial inclinación, sino de algo que procede directamente de Dios. Por supuesto, esto se recibe por fe y no puede demostrarse.
Curiosamente, todas las religiones proponen como camino de salvación una serie de obras, mediante las cuales finalmente se alcanza la salvación. De manera que todos re-conocen que el ser humano tiene un problema, porque todos se dan cuenta de que --se llame pecado o como quiera llamarse-- hay algo que funciona mal en este mundo: la enfermedad, la muerte, el dolor, el sufrimiento, etc., nos hacen ver que el ser humano tiene un serio problema. Las religiones lo reconocen, pero al mismo tiempo ponen una confianza en el ser humano para resolverlo. Todas coinciden en que, para salvarse, lo único que hay que hacer es seguir un camino de obras al final del cual puede alcanzase a Dios, o la meta que cada cual proponga como sumo bien.
Sin embargo, la religión verdadera, el evangelio, cuando llega al ser humano lo hace de otra manera, pues ofende a la carne, negando la capacidad del ser humano para hacer nada. Porque estamos muertos en nuestros delitos y pecados (cf. Ef. 2:1) y, por tanto, es imposible que podamos acercarnos a Dios. Esto es ofensivo a la carne, pues el evangelio le dice al pecador que está muerto y sin esperanza en sí mismo. En Adán todos hemos sido justamente separados de Dios. Puede pensarse que nosotros no tenemos nada que ver con el pecado de Adán, pero la Escritura afirma lo contrario. Todos somos culpables en Adán. Él fue nuestro representante y, en su pecado, todos fuimos alejados de Dios.
Por tanto, el evangelio mata antes de dar vida. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nues-tros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:8-9). El evangelio es la buena noticia, pero para poder recibirla primero hemos de reconocer nuestra situación. En otro de sus encuentros con los escribas y fariseos, Jesucristo afirma: “Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lc. 5:31-32).
Los fariseos pensaban que podían acercarse a Dios por sus obras. Tenían una religión muy ordenada y respetable delante de los hombres, pero ponían la confianza en sí mismos. Como en la parábola del publicano y el fariseo, en la cual este pensaba que podía presentarse delante de Dios sin necesidad de perdón. Sin embargo, el publicano, que se humilla ante Dios y reconoce su pecado, es quien obtiene perdón. Y esta es pre-cisamente la situación en la que todos nos encontramos. Si somos sinceros con nosotros mismos, debemos reconocer que en nuestro corazón albergamos la semilla del pecado. Ciertamente, no en todos se exterioriza el pecado de la misma manera. Algunas personas pueden disimularlo o controlarlo en mayor medida que otras, pero la raíz del mal se encuentra igualmente en el corazón de todo ser humano. Porque hemos incumplido la Ley de Dios completamente desde el principio. Cada vez que quebrantamos uno de sus mandamientos estamos quebrantando el conjunto de la Ley, y somos equiparables al más miserable y vil de los pecadores de este mundo.
Así que solo cabe esperar una salvación gratuita. A algunos les puede resultar difícil entender que la salvación simplemente consista en confesar los pecados, creyendo en la obra redentora de Jesucristo, sin que tenga ningún coste para nosotros. Y, ciertamente, la fe salvífica, mal entendida, parece algo al alcance de cualquiera, pues únicamente se trataría de pronunciar unas palabras delante de Dios. Pero la fe, por supuesto, es mucho más que esto, pues es una obra profunda que Dios hace en nuestro ser y que nos trans-forma de día en día a la imagen perfecta de Jesucristo. De manera que el que cree, en primer lugar, reconoce su pecado y, en consecuencia, la necesidad de perdón. Además,  es imposible contemplar la posibilidad de fe sin obras, pues si la fe es verdadera, nece-sariamente resultará en obras. El apóstol Juan afirma que el creyente no peca (cf. 1 Jn. 3:6-9). Aunque esto no puede interpretarse en un sentido literal –pues todos nosotros seguimos teniendo una lucha diaria contra la carne, que se rebela contra la Ley de Dios--, el creyente se caracteriza por no querer pecar. Su espíritu, el nuevo ser que Dios ha creado en él, quiere hacer el bien. Lo que ocurre es que la carne, el viejo hombre que contiende con el nuevo lo lleva al pecado. Pero esta es su miseria, en la que aún se en-cuentra (cf. Ro. 7:18-24). En cualquier caso, la nueva vida de fe siempre se manifiesta exteriormente. Por eso afirma el apóstol Pablo: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17). Y Jesucristo dice que “por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7:16).
El creyente, por otro lado, puede sentirse en el mundo como pez fuera del agua, ya que este no es su hogar. Aquí no es más que un extranjero. Pero esto no es algo que le importe demasiado, ya que tiene puesta la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra (cf. Col. 3:2). Y aquel cuyo corazón esté endurecido y considere que aceptar a Dios implica renunciar a la felicidad o los placeres de este mundo, ha de saber que todo lo que este mundo puede ofrecer no es más que vanidad de vanidades. Así ha de confe-sarlo el más feliz de los incrédulos. En Dios, sin embargo, tenemos la vida eterna, y no como algo que únicamente afecta al futuro, sino que ya en el presente comenzamos a disfrutar de esta vida. Por supuesto, no carecemos de dificultades (el creyente sabe por experiencia que mantiene una lucha diaria, la cual continuará hasta que esté en la pre-sencia de Dios). Pero en esta nueva vida de fe hallará la auténtica felicidad, aquella que nos hace libres. Porque “todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Jn. 8:34). Dios nos ha liberado de esta esclavitud y nos ha dado su Espíritu, y ahora nuestra vida tiene sentido. Porque la vida únicamente tiene sentido cuando está llena de Él. Recor-dando unas conocidas palabras de Agustín de Hipona, Dios nos creó para sí y, hasta que no volvamos a Él, nos sentiremos vacíos e insatisfechos.
Pero, entonces, ¿qué tiene que hacer el incrédulo para ser salvo? Sencillamente, re-conocer su pecado y acudir a Dios a través de su Hijo Jesucristo, que se encarnó, to-mando forma humana, y habitó entre los hombres; cumplió perfectamente la Ley de Dios y, finalmente, entregó su vida para rescatar a muchos pecadores, a todos los que lo reciben por la fe. La justa ira de Dios fue sobre él, tomando él en la cruz el lugar de los pecadores. Así que si el pecador reconoce que solo en Jesucristo, que es “el camino, y la verdad, y la vida” (Jn. 14:6), hay salvación, será salvo. Si no lo reconoce, él mismo se está negando la salvación. La invitación del evangelio es a toda criatura, pero en cuanto a aquellos que endurecen su corazón y no lo reciben, ¿qué más puede hacerse por ellos? Dios ya lo hizo todo entregando a su Hijo en la cruz. El que, aun así, rechaza una salva-ción tan grande, lo único que puede esperar es su justa ira y condenación.