INFLUENCIA DE LA ESCATOLOGÍA EN EL TRABAJO

Autor artículo: 
Rushdoony, Rousas John

Proponemos en esta ocasión la lectura de una interesante anécdota que Rousas John Rushdoony relata al principio del capítulo IV de El plan de Dios para la victoria, publicado junto con el capítulo V en el número 6 de la revista «Tu Reino» (mayo-diciembre 1994), editada por la Iglesia Presbiteriana Reformada de Sevilla. Posiblemente, en posteriores entradas, publiquemos el resto del capítulo (o, al menos, parte del mismo), en el que se reflexiona sobre cómo afecta la visión del final de la historia a la actitud del creyente ante el trabajo.

En la América colonial del XVIII, estando en New Jersey, George Whitefield cenaba con unos pastores americanos. Sobre esa ocasión se nos dice que “después de la cena, en medio de una conversación libre y grata, el Sr. Whitefield se refirió a las dificultades que acompañan al ministerio, sobre todo por el poco éxito con que sus trabajos eran coronados. Se lamentaba en extremo de que toda su actividad, llena de celo y fervor, servía para muy poco; comentó que se encontraba cansado con los agobios y fatigas del día, así que su gran consuelo consistía en que su labor concluyera cuanto antes, y entonces partir y estar con Cristo; la esperanza de una pronta liberación había sostenido a su espíritu, de lo contrario ya hacía mucho que habría sucumbido bajo la carga de su labor. Esto mismo planteó a los ministros del evangelio que estaban a la mesa: si no sería su gran consuelo el que pronto pudieran descansar con el Señor. Todos asintieron, excepto el Sr. Tennent (el Rev. William Tennent, hijo), que estaba sentado a su lado en silencio y, por la expresión de su cara, no parecía tener gusto especial en la conversación. A este, dándole unas palmadas en las rodillas, le dijo Whitefield: “Bueno, hermano Tennent, tú eres el de más edad, ¿no te alegra pensar que tu tiempo está más cercano, cuando serás llamado al hogar celestial y liberado de todas las dificultades propias de este presente tan variable?”. A lo cual el Sr. Tennent contestó, con toda franqueza, que a él no le preocupaba ese asunto. Presionado para que diese su opinión, declaró: “No, no es para mí un placer en absoluto; y, si conocieses tu deber, tampoco lo sería para ti. Yo no tengo nada que hacer con la muerte; mi misión es vivir tanto como pueda y servir a mi Señor y Dueño tan fielmente como sea capaz hasta que él estime conveniente llamarme a casa”. Whitefield insistió aún para que diese una respuesta más concreta, si fuera el caso de que el tiempo de su muerte se dejara a su elección. Tennent contestó de nuevo: “Yo no tengo la decisión sobre ese particular; soy siervo de Dios y me he comprometido a hacer su trabajo hasta que él me quiera tener aquí. Pero no, hermano, la cuestión no va por ahí. Permíteme que te pregunte: ¿Qué pensarías si yo enviase a mi siervo al campo para que lo arase, y me lo encuentro al mediodía tumbado bajo un árbol y, quejándose, me dice que el sol es muy intenso y, además, el arar es muy duro y difícil; que está cansado y agobiado por la tarea encomendada, y molido por el calor y el trabajo; así que solicita volver a la casa y que le descargue del servicio tan duro que le asigné? ¿Qué tendría que contestarle? Seguramente, que era un siervo perezoso, y que su deber era realizar el trabajo que se le había asignado hasta que yo, el único que puede decidir, estimase que era apropiado que regresara a casa. O suponte que has contratado a un hombre para trabajar por un tiempo específico en una actividad concreta, y luego él, sin razón alguna, y antes de acabar ni la mitad del trabajo, se cansa de él, quejándose a cada momento y desea librarse de su responsabilidad, o que lo coloques en otra tarea más agradable. ¿No lo llamarías infiel e indigno del privilegio de tu empleo?”. La forma tan amorosa y adecuada en que se hizo esta reprensión incrementó aún más la armonía social y la edificante conversación del grupo, llegando a reconocer que era posible errar incluso al procurar, de forma indebida, “partir y estar con Cristo”, lo cual en sí mismo es “mucho mejor” que permanecer en este ámbito imperfecto; y que es el deber del cristiano decir al respecto: “Esperaré todos lo días del tiempo que tengo establecido, hasta que llegue mi relevo”.