LA CARNE Y EL ESPÍRITU

Autor artículo: 
Lutero, Martín

Tras una buena temporada sin publicar nada en nuestro blog, proponemos a nuestros lectores una interesante reflexión de Martín Lutero, rescatada de un viejo número de la revista «Pregonero de Justicia». Esperamos sea de edificación para todos.

La carne y el espíritu
«Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis» (Gá. 5:17).

Estos dos capitanes o líderes –dice él–, la carne y el espíritu, están el uno contra el otro en tu cuerpo, para que no hagas lo que quieres. Y este texto testifica claramente que Pablo escribe tales cosas a los santos, esto es, a la iglesia que cree en Cristo, bautizada, justificada, renovada y teniendo el pleno perdón de los pecados. Mas, a pesar de esto, dice que tiene la carne rebelándose en contra del espíritu. De la misma forma habla de sí mismo en el capítulo séptimo de Romanos: «Mas yo [dice él] soy carnal, vendido al pecado»; y de nuevo: «Veo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi mente»; además: «¡Miserable de mí!»; etc.

Aquí no solo los escolásticos, sino también algunos de los antiguos padres, quedaron muy perturbados buscando la manera de excusar a Pablo. Porque les parecía absurdo e indecoroso decir que aquel vaso elegido de Cristo tuviera pecado. Pero nosotros creemos las propias palabras de Pablo, en las que él mismo confiesa estar vendido al pecado, que es llevado cautivo al pecado, que tiene una ley en sus miembros que se rebela en su contra, y que en la carne sirve a la ley del pecado. Aquí, ellos arguyen que el apóstol habla en términos de la persona impía. Pero los impíos no se quejan de la rebelión de su carne, ni de ninguna batalla o conflicto, ni de la cautividad y esclavitud del pecado, pues el pecado reina en ellos poderosamente. Por lo tanto, esta es la queja de Pablo y de todos los santos. De modo que los que han excusado a Pablo y a otros santos eximiéndoles de pecado han hecho una cosa muy perversa. Porque por esta creencia (la cual procede de la ignorancia de la doctrina de la fe) han robado un consuelo muy peculiar a la iglesia, han abolido el perdón de los pecados y han hecho vana la cruz de Cristo.

Pero nuestro único fundamento y ancla debe ser esto: que Cristo es nuestra única justicia perfecta. Si no tenemos nada en qué confiar, todavía permanecen estas tres –como dice Pablo–: la fe, la esperanza y el amor. Así que siempre tenemos que echar mano de Cristo como Cabeza y Fuente de nuestra justicia. Por otra parte, debemos esforzarnos por ser rectos exteriormente, es decir, no ceder a la carne, que siempre nos tienta hacia algún mal, sino resistirla por el espíritu. No debemos ser vencidos por la impaciencia ante la ingratitud y menosprecio de la gente que abusa de la libertad cristiana; más bien debemos sobreponernos a esto y a todas las demás tentaciones mediante el Espíritu. Por lo tanto, ved que en la medida en que luchamos contra la carne, en esa medida somos justos exteriormente, a pesar de que tal justicia no nos recomienda delante de Dios.

Decimos entonces que no desespere ningún hombre si siente a menudo que la carne levanta nuevas contiendas en contra del espíritu, ni tampoco si no puede someter continuamente a la carne y hacerla obediente al espíritu. Yo también quisiera tener un corazón más valiente y constante, que sea capaz no solo de enfrentarse confiadamente a las amenazas de los tiranos, o a las herejías, o a las ofensas y tumultos que promueven los espíritus fanáticos, sino de sacudirse de las incomodidades y angustias del espíritu y, en pocas palabras, no tener la agudeza de la muerte, sino poder recibirla como al más amigable huésped. Pero hallo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi mente, etc. Otros luchan con tentaciones inferiores, como la pobreza, la censura, la impaciencia y otras semejantes.

Nuevamente, no se maraville ni desmaye hombre alguno cuando sienta en su cuerpo esta batalla de la carne contra el espíritu, sino levante su corazón y consuélese con estas palabras de Pablo: «El deseo de la carne es contra el espíritu», etc., y «estos se oponen entre sí para que no hagáis lo que quisiereis». Porque, mediante estas declaraciones, consuela a los que son tentados. Es como si dijera: «Es imposible que sigáis la dirección del Espíritu en todas las cosas sin tener algún sentimiento o impedimento de la carne; no, la carne se resistirá; se resistirá y estorbará para que no hagáis las cosas que alegremente queréis hacer». Aquí bastará con que resistáis a la carne y no cumpláis con su deseo, es decir, que sigáis al espíritu y no a la carne, que fácilmente queda vencida por la impaciencia, que codicia la venganza, que es iracunda, se resiente, odia a Dios, se disgusta con él y se desalienta, etc. Por esto, cuando un hombre sienta esta batalla en la carne, no se desaliente, sino resista en el Espíritu y diga: «Soy un pecador, y siento en mí el pecado, porque aún llevo conmigo la carne en la que mora el pecado mientras viva. Mas por la fe y la esperanza echaré mano de Cristo, y por su Palabra me levantaré y, estando en pie, no cumpliré el deseo de la carne».

Es muy ventajoso para el piadoso conocer esto y llevarlo muy en mente, porque tal pensamiento lo consuela maravillosamente cuando es tentado. Cuando yo era monje, pensaba una y otra vez que había sido desechado si sentía en cualquier momento la concupiscencia de la carne, es decir, si sentía cualquier tendencia maligna, deseo carnal, ira, odio o envidia contra algún hermano. Probé muchos métodos para librarme de esto. Confesaba diariamente, etc. Pero de nada me valía, porque la concupiscencia de mi carne siempre volvía. De modo que no hallaba descanso, sino que continuamente me asediaban estos pensamientos: «Este o aquel pecado has cometido; estás infectado de envidia, de impaciencia y otros pecados semejantes; así que has entrado en vano en esta santa orden, y todas tus buenas obras son inútiles». Si en aquel entonces hubiera entendido correctamente estas declaraciones de Pablo: «El deseo de la carne es contra el espíritu y el del espíritu contra la carne», etc.; y: «Estos se oponen entre sí para que no hagáis lo que quisiereis», no me habría atormentado tan miserablemente, sino que habría pensado y me habría dicho a mí mismo, como comúnmente me digo ahora: «Martín, no vas a estar completamente libre del pecado, porque todavía tienes carne. Por eso sentirás en ti la batalla, como lo dice Pablo: ‘La carne se opone al espíritu’. Así que no te desalientes, sino resístela fuertemente y no cumplas el deseo de ella. Haciendo esto, no estarás bajo la ley».

Recuerdo que Staupitius acostumbraba decir: «He prometido a Dios más de mil veces que me haría un hombre mejor, pero nunca he hecho lo que prometí. De aquí en adelante no haré tal voto, porque he aprendido por experiencia que no soy capaz de cumplirlo. Por tanto, a menos que Dios sea propicio y misericordioso conmigo por causa de Cristo, y me conceda una santa y bendita hora en el momento de mi partida de esta miserable vida, no seré capaz con todos mis votos y todas mis buenas obras de presentarme delante de él». Esta no solo es una desesperación verdadera, sino también santa y piadosa. Y esto es lo que todo los que han de ser salvos deben confesar con sus bocas y su corazón. Porque los piadosos no confían en su justicia propia, sino que dicen con David: «No entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano» (Sal. 143:2), y: «Jah, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse?» (Sal. 130:3). Los tales miran a Cristo, su Reconciliador, quien dio su vida por sus pecados. Más aún, saben que el resto del pecado que está en su carne no es puesto en su cuenta, sino que es perdonado gratuitamente. No obstante, mientras tanto, luchan en el Espíritu contra la carne para no cumplir sus deseos. Y aunque sienten que la carne se enfurece y rebela contra el espíritu, y que por sus debilidades ellos mismos caen en pecado algunas veces, no se desalientan ni piensan por ello que su estado, forma de vida y obras que hacen de acuerdo a su llamado desagradan a Dios, sino que más bien se levantan en fe.

Así es como los justos reciben grande consolación por esta doctrina de Pablo: sabiendo que ellos mismos tienen en parte la carne y en parte el espíritu, pero de tal manera que el espíritu reina y la carne queda sometida, para que reine la justicia y sirva el pecado. El que no conoce esta doctrina y piensa que los fieles deberían estar libres de faltas, y a la vez nota lo contrario en sí mismo, necesariamente debe quedar ahogado por el espíritu de tristeza y caer, a la larga, en la desesperación. Pero para cualquiera que conoce bien esta doctrina y la usa correctamente, las cosas que son malas se tornan en bien. Porque cuando la carne lo provoca a pecar, se agita y se ve forzado a buscar el perdón de los pecados en Cristo y abrazar la justicia de la fe, que de otra forma no sería de tan grande estima para él ni la buscaría con tan grande deseo. Así que nos aprovecha mucho sentir algunas veces la perversidad de nuestra naturaleza y la corrupción de nuestra carne, para que aun por este medio podamos ser despertados y motivados a la fe y a invocar a Cristo. Por esta situación, el cristiano se convierte en un poderoso artesano y maravilloso creador; que de la tristeza puede sacar gozo; del terror, consuelo; del pecado, justicia; y de la muerte, vida; cuando por este medio, reprimiendo y refrenando a la carne, la sujeta al Espíritu…

Sí: mientras más piadoso sea el hombre, más sentirá esta batalla. Y de aquí provienen aquellas lamentables quejas de los santos en los Salmos y en todas las Sagradas Escrituras. De esta batalla nada saben los hermitaños, los monjes, los escolásticos y todos los que buscan justicia y salvación mediante las obras.

Esto digo para consuelo de los piadosos. Porque solo ellos sienten que tienen y que cometen pecados; es decir, sienten que no aman a Dios tan fervientemente como debieran, que no confían en él con todo su corazón, como debieran, sino que dudan frecuentemente de si Dios se preocupa o no por ellos; son impacientes, y se enojan con Dios en la adversidad. De aquí –como ya dije– proceden las tristes quejas de los santos en las Escrituras, y especialmente en los Salmos. Y el mismo Pablo se queja de estar «vendido al pecado» (Ro. 7:14) y dice que la carne se resiste y rebela en contra del espíritu. Pero, puesto que mortifican las obras de la carne por el espíritu, estos pecados no los dañan ni los condenan. Mas, si obedecen a la carne cumpliendo con sus deseos, entonces pierden la fe y el Espíritu Santo. Y, si no aborrecen su pecado y vuelven a Cristo, mueren en sus pecados. De modo que no hablamos de los que sueñan que tienen fe y continúan en sus pecados. Estos ya tienen su juicio listo: «Los que viven conforme a los deseos de la carne morirán» (Ro. 8:13). También, «manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación […], acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios» (Gá. 5:19-21).