LA FALIBILIDAD DE LOS MINISTROS (II)

Autor artículo: 
Ryle, John Charles

Ha llegado la hora de ofrecer la segunda parte del escrito de Ryle que ya dimos a conocer la semana pasada. En esta sección del capítulo, el autor expone la segunda lección que podemos aprender de Antioquía. Como el lector podrá advertir, el tema tratado es de enorme actualidad y, por tanto, sigue siendo tan pertinente en nuestros días como en la época del propio autor.

II. La verdad es más importante que la paz

Paso ahora a la segunda lección que aprendemos de Antioquía. Esta lección es: mantener la verdad de Cristo en su Iglesia es más importante que mantener la paz.

Supongo que ningún hombre conocía mejor el valor de la paz y la unidad que el apóstol Pablo. Era el apóstol que había escrito a los corintios sobre el amor; el apóstol que dijo: “Unánimes entre vosotros”; “tened paz entre vosotros”; “sintamos una misma cosa”; “el obispo … no [debe ser] pendenciero”; “[hay] un cuerpo y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo”; el apóstol que dijo: “A todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos” (Ro. 12:16; 1 Ts. 5:13; Fil. 3:16; 1 Ti. 3:3; Ef. 4:4-5; 1 Co. 9:22). Sin embargo, ¡ved cómo actúa aquí! Resiste a Pedro en la cara, le reprende públicamente, se expone a las consecuencias que puedan derivarse, se arriesga a que los enemigos de la iglesia de Antioquía se aprovechen de la circunstancia y la usen en su contra. Y, sobre todo, escribe esto para que siempre se recuerde, para que jamás se olvide y para que, en todo lugar donde se predique el evangelio, todos lean y conozcan esta reprensión pública a un apóstol equivocado.

Ahora bien, ¿por qué hizo esto? Porque sentía pavor de la falsa doctrina, porque sabía que un poco de levadura leuda toda la masa, porque en definitiva había de enseñarnos que debemos contender celosamente por la verdad y temer más la pérdida de la verdad que la pérdida de la paz.

El ejemplo de san Pablo es uno que haríamos bien en recordad en nuestros días, cuando muchos se conforman con cualquier cosa en religión con tal de tener una vida tranquila. Tienen un miedo terrible a las situaciones que llaman “controvertidas”. Siente espanto de lo que denominan, de manera vaga, “espíritu partidista” –aunque nunca definen claramente qué entienden por ello. Les embarga un deseo insano por mantener la paz y hacerlo todo suave y placentero, aunque sea a expensas de la verdad. Mientras disfruten de calma, tranquilidad, quietud y orden exteriores, parece que no les importa dejar de lado todo lo demás. Creo que los tales habrían ayudado a los príncipes de Judá cuando pusieron a Jeremías en prisión para acallarlo. No tengo ninguna duda de que muchos de estos hombres de los que estoy hablando, habrían pensado que Pablo fue imprudente en Antioquía, y ¡que se excedió!

Me parece que todas estas formas de pensar son erróneas. Todo lo que no sea el puro evangelio de Cristo, sin mezclas ni adulteraciones –el mismo evangelio que enseñaron los apóstoles–, no hará bien a las almas de los hombres. No tenemos derecho a esperar que algo contrario les ayude. Creo que para mantener esta verdad pura en la Iglesia, los hombres deberían estar dispuestos a cualquier sacrificio, a arriesgar la paz, a estar en peligro de disensión, a correr el riesgo de la división. No deberían tolerar más la falsa doctrina de lo que tolerarían el pecado. Deberían ponerse en contra de cualquier añadidura o desviación del sencillo mensaje del evangelio de Cristo.

Por causa de la verdad, nuestro Señor Jesucristo denunció a los fariseos, aunque se sentaban en la cátedra de Moisés y eran los maestros, designados y autorizados, de los hombres. “Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas” –dice Jesús ocho veces en el capítulo 23 de Mateo. Y ¿quién se atreverá a sugerir que pudo equivocarse?

Por amor a la verdad, Pablo se enfrentó y culpó a Pedro, aunque era un hermano. ¿Dónde estaba la utilidad de la unidad cuando no había una pura doctrina? Y ¿quién se atreverá a decir que se equivocó?

Por amor a la verdad, Atanasio se puso firme contra el mundo para mantener pura la doctrina de la divinidad e Cristo, y mantuvo una controversia con la gran mayoría de la Iglesia profesante. Y ¿quién osará decir que se equivó?

Por causa de la verdad, Lutero rompió la unidad de la Iglesia en la que había nacido, denunció al papa y todos su métodos, y puso el fundamento de una nueva enseñanza. Y ¿quién se atreverá a decir que Lutero se equivocó?

Por amor a la verdad, Cranmer, Ridley y Latimer, los reformadores ingleses, aconsejaron a Enrique VIII y Eduardo VI que se separasen de Roma y se arriesgasen a ver las consecuencias de la división. Y ¿quién podrá decir que se equivocaron?

Por causa de la verdad, Whitefield y Wesley, hace cien años, denunciaron la predicación de una moralidad estéril de los clérigos de su época, y salieron a las carreteras y caminos para salvar almas, sabiendo bien que iban a ser expulsados de la comunión de la Iglesia. Y ¿quién se atreverá a decir que no estaban en lo cierto?

Sí, paz sin verdad es falsa paz; es la misma paz del diablo. Unidad sin evangelio es unidad sin valor; es la misma unidad del infierno. Nunca seamos engañados por quienes hablan de esto favorablemente. Recordemos las palabras de Cristo: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada” (Mt. 10:34). Recordemos el elogio que hace a una de las iglesia de Apocalipsis: “Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia; y que no puedes soportar a los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos” (Ap. 2:2). No olvidemos la acusación que hace contra otra: “… toleras que esa mujer Jezabel … enseñe” (Ap. 2:20). Jamás nos hagamos culpables de sacrificar porción alguna de la verdad sobre el altar de la paz. En su lugar, seamos como los judíos, que si encontraban una copia manuscrita del Antiguo Testamento equivocada en una sola letra, la quemaban en su totalidad, en vez de correr el riesgo de perder una jota o una tilde de la Palabra de Dios. No nos contentemos con lo que no sea el evangelio de Cristo en su totalidad.

El uso práctico

¿De qué manera podemos aplicar en la práctica los principios generales que acabo de darles? Doy a mis lectores un consejo sencillo, que creo merece seria consideración: Amonesto a todo el que ame su alma a que sea celoso en cuanto a la predicación que oye regularmente, y en cuanto al lugar de adoración al que va normalmente. Quien se pone deliberadamente bajo la influencia de un ministro que no tiene la sana doctrina, es un hombre muy poco sabio. Jamás dudaría en decir lo que pienso a este respecto. Sé muy bien que muchos consideran un escándalo que un hombre deje su iglesia. No puedo estar de acuerdo con ellos. Trazo una gran distinción entre la doctrina que es defectuosa y la que es completamente falsa, entre la doctrina equivocada y la que es totalmente antibíblica. Pero creo también que, si la falsa doctrina se enseña de manera inconfundible en una iglesia, el miembro que ame su alma hará muy bien en no asistir más. Oír una enseñanza antibíblica durante 52 domingos al año es algo muy serio, es como un lento pero continuo goteo de veneno, que va directo a la mente. Pienso que es casi imposible que una persona se exponga voluntariamente a esto y no sufra daño. Veo que en el Nuevo Testamento se nos dice claramente: “Examinadlo todo y retened lo bueno” (1 Ts. 5:21). También observo que en el libro de Proverbios se nos manda que dejemos de oír las “enseñanzas que te hacen divagar de las razones de sabiduría” (Pr. 19:27). Si estas palabras no justifican que se deje de adorar en una determinada iglesia en la que se predica abiertamente la falsa doctrina, no sé qué otras palabras lo pueden justificar.

¿Dirá alguien que asistir a la iglesia de la parroquia es absolutamente necesario para que un inglés se salve? Si existe esa persona, dejadle hablar en voz alta y que nos dé su nombre. ¿Dirá alguien que ir a la iglesia de la parroquia salvará el alma del que muera inconverso e ignorante respecto a Cristo? Si existe tal persona, dejadle hablar en voz alta y que nos dé su nombre. ¿Argumentará alguien que ir a la iglesia de la parroquia dará al hombre algún conocimiento sobre Cristo, la conversión, la fe o el arrepentimiento si tales asuntos apenas son nombrados en esa iglesia y nunca se explican adecuadamente? Si existe tal individuo, dejadlo hablar en voz alta y que nos dé su nombre. ¿Se atreverá alguien a decir que una persona que se arrepiente, cree en Cristo y es convertida y santa, perderá su alma porque ha dejado su iglesia parroquial y ha aprendido acerca de la espiritualidad en otra parte? Si está aquí tal persona, que se manifieste y se identifique. Por mi parte, aborrezco estas monstruosas y extravagantes ideas. No les veo la más mínima base en la Palabra de Dios. Confío en que el número de los que deliberadamente sostienen estas ideas sea muy pequeño…

Hay muchas iglesias en Inglaterra donde la enseñanza solo es un poco más elevada que la moralidad, donde las doctrinas distintivas del cristianismo nunca son proclamadas con claridad. Platón, Séneca, Confucio o Socinio habrían enseñado casi lo mismo. ¿Deben los miembros de tales iglesias sentarse con calma, conformarse y tomárselo con tranquilidad? Creo que no. ¿Por qué? Porque, como Pablo, deben dar más importancia a la verdad que a la paz.

Sé que estoy usando un lenguaje fuerte para tratar esta parte de mi tema. Sé que estoy cavando un suelo delicado. Estoy tratando temas que generalmente no se tocan y se pasan por alto, lo sé. Digo lo que afirmo partiendo de un sentido de responsabilidad para con la Iglesia de la cual soy ministro. Creo que el estado de nuestra época y la posición de los laicos en algunas partes de Inglaterra exigen que se hable claro. Las almas se están perdiendo –en la ignorancia—en muchas iglesias locales. Miembros honestos de la Iglesia Anglicana, en muchas partes, están perplejos y sienten repugnancia. No es tiempo para palabras suaves. No soy ignorante de expresiones mágicas como “sistema parroquial”, “orden”, “división”, “cisma”, “unidad”, “controversia” y términos semejantes. Conozco la apremiante y silenciadora influencia que parecen ejercer sobre algunas mentes. También he considerado estas expresiones con calma y deliberadamente, y estoy preparado para expresar mi pensamiento sobre cada una de ellas.

a) El sistema parroquial de Inglaterra es algo, en teoría, admirable. Solo con ser bien administrado y dirigido por ministros verdaderamente espirituales, se estima que puede traer sobra la nación las mayores bendiciones. Pero es inútil esperar lealtad a la iglesia local cuando el ministro es ignorante del evangelio o amante del mundo. En tal caso, no deberíamos sorprendernos si los hombres abandonan su iglesia local y procuran la verdad donde pueda ser hallada. Si el ministro no predica el evangelio ni lo vive, prácticamente está quitando las bases sobre las que puede reclamar la atención de los miembros y, por tanto, estos no harán caso a sus demandas de ser escuchados. Es absurdo esperar que el cabeza de familia ponga en peligro las almas de sus hijos y la suya propia solo por causa del “orden parroquial”. En la Biblia no se hace mención de parroquias, y no tenemos derecho a exigir a los hombres que vivan y mueran en la ignorancia para que puedan exclamar al final: “Siempre asistí a la iglesia de mi parroquia”.

b) Las divisiones y separaciones son muy indeseables en la religión, pues debilitan la causa del verdadero cristianismo, y dan ocasión de blasfemar a los enemigos de la piedad. Pero, antes de culpar a alguien por las divisiones, consideremos si, verdaderamente, es culpable. La falsa doctrina y la herejía son aún peores que el cisma. Si las personas se separan de la enseñanza que indudablemente es falsa y antibíblica, deberían ser elogiadas en lugar de reprobadas. En tales casos, la separación es una virtud y no un pecado. Es fácil pronunciar palabras despectivas como: “Salieron porque tienen comezón de oír”; o: “Aman la animación más que la iglesia”. Pero no es igual de fácil convencer a quien lee la Biblia con integridad, que su deber es oír falsa doctrina cada domingo, cuando puede escuchar la verdad si se toma un poco de molestia. Jamás debe olvidarse el viejo dicho: “Es cismático quien causa el cisma”.

c) La unidad, la quietud y el orden entre los cristianos profesantes son poderosas bendiciones. Dan fortaleza, belleza y eficiencia a la causa de Cristo; pero hasta el oro puede comprarse con un precio demasiado elevado. La unidad obtenida a costa de la verdad no vale nada; no es la unidad que agrada a Dios… Hay iglesias que se jactan de una unidad que no merece ese nombre, porque es unidad que se ha logrado quitándole la Biblia a la gente, amordazando el juicio individual, fomentando la ignorancia, prohibiendo a los hombres pensar por sí mismos. Como los guerreros exterminadores de la antigüedad, tales iglesias “crean una soledad y la llaman paz”. Hay bastante calma y tranquilidad en la tumba, pero no es la quietud de la salud sino de la muerte. Fueron los falsos profetas quienes gritaron: “Paz, paz”, cuando no había paz.

d) La controversia en la religión es algo odioso. Y es muy difícil enfrentarnos al mundo, al diablo y a la carne sin discrepancias incluso en el terreno privado. Pero hay algo peor que la controversia, y es la falsa doctrina tolerada, admitida y permitida sin protestar, para no incomodar. La controversia ganó la batalla de la Reforma protestante. Si fueran acertados los puntos de vista que algunos defienden, está claro que ¡jamás debimos tener una Reforma! Por conservar la paz, ¡deberíamos haber continuado adorando a la Virgen e inclinándonos delante de las imágenes y reliquias hasta el día de hoy! ¡Fuera con tales sentimientos! Hay ocasiones en que la controversia no es solo un deber, sino un beneficio también. Prefiero que me envíen el poderoso trueno antes que la pestilente malaria. Esta se mueve en la oscuridad, envenenándonos en silencio, y nunca estamos seguros. Aquel nos asusta y alarma por un poco de tiempo, pero pronto pasa y el aire se limpia. Es un deber totalmente bíblico “[contender] ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Jud. 3).

Soy muy consciente de que las cosas que he dicho son en extremo desagradables para muchas mentes. Creo que muchos se contentan con una enseñanza que no es la plena verdad, y se imaginan que “todo es igual” al fin y al cabo. Lo siento por ellos. Estoy convencido de que todo lo que no sea la plena verdad no puede, como norma general, hacer bien a las almas. También es mi convicción que aquellos que voluntariamente aceptan cualquier cosa inferior a la totalidad de la verdad, hallarán al final que sus almas han recibido demasiado daño, que han sido muy perjudicados. Hay tres cosas con las que los hombres no deberían jugar jamás: un poco de veneno, un poco de falsa doctrina y un poco de pecado…

Pongo estas cosas ante los lectores de esta publicación y les sugiero que les presten mucha atención. Les recomiendo que no olviden jamás que la verdad es mucho más importante para la Iglesia que la paz. Les exhorto a estar prontos a aplicar estos principios que he delineado y que contiendan celosamente, cuando sea necesario, por la verdad. Si hacemos esto, habremos aprendido algo de Antioquía.